miércoles, 9 de noviembre de 2011

Teatríntim, el pequeño refugio para el gran teatro

By Jordi Avellà
Lo pintan crudo. Azul oscuro casi negro.Tras años de agonía incesante, el sector teatral parece haber sufrido la estocada final. Un partido aprueba, un día antes de las elecciones, (¿sabiendo que iba a perderlas?) la convocatoria de ayudas a proyectos escénicos y otro la suprime al poco de llegar al poder. La puntilla a subvenciones no pagadas que arrastran desde 2008 y que les han obligado a contar con un dinero tan irreal como los billetes del Monopoly. Y, por fin, una bofetada al sistema. Un punto sobre la i de quienes pensaban que la cultura sólo tenía sentido como un ente inválido y dependiente de las instituciones, cuando en realidad hace tiempo que muchos dejaron de creer en sus promesas. La capital contagia a Mallorca el gran proyecto alternativo de la época. Microteatro por dinero es un modelo en el que inspirarse para después crecer y proclamar la independencia bajo el dulce y seductor nombre de Teatríntim.

La noche otoñal cae sobre la bahía de Palma. En algún lugar casi en mitad de la nada, un grupo de gente comienza a hacer cola. Esperan algo. De repente, se hace la luz. Una suerte de parrilla cuelga sobre una ventana. Siete funciones, siete pases y siete salas. Lo que podría ser un multicine más es, en realidad, un teatro. Sin telón, ni escenario, ni platea. Sólo con las estancias de una fortaleza militar que cumple 400 años y con una afluencia creciente de público que, con el aguacero incluido, hace pensar que dentro esperan algo más que simples montajes.

El argumento no podía ser mejor. Elegir un espacio e inventarle historias. Hacer de la escenografía real, la temática. No hay mejor atrezzo que el que ya existe. Lo que en Madrid fue un burdel, fue una antigua prisión en Palma antes de saltar, ya en una segunda temporada, al castillo de San Carlos. De las celdas a las salas de un museo militar para englobar media docena de relatos bajo el lema Teatríntim de guerra i pau. El éxito arrollador de su presentación en sociedad, ése que les dejó sin entradas y con protestas por la afluencia de público, impactó por igual a quienes asistieron y a quienes no. Los primeros seguían saboreando el regusto de lo visto. Los segundos, la alegría por una Palma viva capaz de movilizarse por algo tan ¿impopular? ¿elitista? ¿alienado? como el teatro y hasta un lugar tan atípico como una antigua prisión. Superado el shock del momento sabían que tarde o temprano regresarían.

Joan Porcel, Lydia Miranda y Albert Comas fueron los culpables de iniciar el proyecto. Las cabezas pensantes de un sector cansado y debilitado ante tanto mensaje negativo. El formato llegaba de la pionera Madrid, aunque hay quien mira más atrás para citar el teatro por horas que Antonio Riquelme ideó ya en el XIX. Al precio de tres euros por representación, el espectador asiste a microobras de entre 10 y 15 minutos que se repiten de forma continua con un descanso de cinco minutos. El tiempo justo para aplaudir, salir de la sala y buscar en otra estancia el próximo objetivo. Un buffet teatral para todos los paladares donde él, con apenas siete u ocho personas de público, se siente alguien único.

Sí. Teatríntim es un laboratorio para la interpretación. Un reto constante con un sprint de 15 minutos y un impasse de cinco. Un ensayo-error acelerado. La posibilidad, para un actor, de explorar los terrenos a los que el teatro convencional -ese de telón, escenario y platea- no llega. Pero también es un desafío para el espectador. De repente, la barrera entre quien actúa y quien mira se diluye hasta reducirse a apenas unos milímetros. Centímetros tal vez. Al pudor que provoca esa intimidad inicial le sigue el arrebato de percibir una obra con todos los sentidos. De oler el teatro. Y nunca un polvorín había olido tanto a polvorín.

Tras los ideólogos llegaron los autores. Marta Barceló, Álex Tejedor, Jaume Miró, Pere Fullana, Joan Fullana, Albert Herranz y Xavier Uriz. Siete personajes que no dudaron en sumarse al proyecto y poner una historia a cada una de las siete salas del castillo de San Carlos. Mateu Grau, Rodo Gener, Xisco Segura y Sergi Baos se añadieron en calidad de directores de siete montajes que partían de la guerra y lo militar para trazar un drama, una comedia o una historia romántica. Todo lo que pueda caber entre dos actores, siete espectadores y diez metros cuadrados.

Para los periodistas el aperitivo llega antes. La premierese de dos obras como anuncio de lo que está por venir. En lo que antes fue un aljibe y después un almacén de armas, Lluqui Herrero y Marta Barceló construyen en Germanes de sang un relato escrito sobre el límite. El que separa la vida y la muerte, la verdad de la mentira, la admiración de la envidia, la fe de la traición. Una huida en mitad de un conflicto bélico acabará por ser poco más que una excusa argumental para hablar de otras mil cosas. Marga López y Pedro Mas van a por el segundo plato con una comedia trágica de título impronunciable: Weltanshauung II. Un científico nazi y su esposa y secretaria en mitad de los estudios en un campo de concentración que pondrán en tela de juicio las prioridades del ser humano, las eternas y pequeñas miserias del día a día y cómo los problemas conyugales pueden afectar a su principal actividad: el exterminio. El espectador verá hecha añicos la barrera con el actor hasta convertirse en un sujeto más de estudio que, en mi caso, no valía "ni per fer sabó".

Ya vestidos con paraguas de domingo, sigue el trajín de platos en el castillo. Ahora son Santi Celaya y Rodo Gener quienes abren el apetito con una comedia expléndida tan costumbrista como plagada de futuribles de esos que, al final, se cumplieron. Una batería de costa es el escenario en el que dos jóvenes militares especulan con una posible invasión de Baleares por los americanos. Una historia revisionista en clave de humor, con patriotismo y franquismo de por medio, de la que Rodo se sale... ¡y por la puerta grande!

En la quiniela de la programación el plan dicta saltar al drama de la mano de Xim Vidal y Miquel Àngel Torrens. Dos personajes en el extremo y una tragedia -con guión del gran Álex Tejedor- que no deja de planear sobre la angustia aunque su contenido vaya variando de lo que se intuía a lo que es. Un capitán y un comandante, un padre y un hijo o las dos caras de la locura a la que lleva la guerra o la enfermedad. De nuevo, un brillante ejercicio sobre la verdad y la mentira con interpretaciones excelentes. Una trama de confusiones sobre la que también indagarán Juanma Falcón y David Navarro en En el niu de l'etern retorn. Un nido de ametralladora, dos hombres, dos frentes y una doble traición para recordar aquello de la relatividad del mal en tiempos de guerra.

Cuatro días después, Teatríntim vuelve a cerrar sus puertas. Crecido e independizado pero con las mismas aspiraciones que su hermanastro mayor madrileño: conseguir un local estable en el que garantizar la continuidad del proyecto y la programación. Por suerte los mallorquines aún no hablan de doblegarse, de nuevo, al sistema de la subvención. Ése que obliga a gastar antes que uno sepa, si quiera, si tiene opción a cobrar. Miro el panorama y pienso que esta bofetada al sistema tradicionalista y politizado del teatro merece y debería perpetuar su carácter titiritero. Parte de su magia reside en ver con otros ojos la ciudad que nos rodea. ¿Cuántas obras no podrían hacerse en las salas del Casal Solleric, en las del Castillo de Bellver, en Can Marqués, en la Universidad, en un supermercado o hasta en un ambulatorio en desuso? Cualquier rincón es bueno para proclamar la independencia de hacer las cosas como uno quiere. Para resguardar al malherido pero palpitante teatro.

martes, 18 de octubre de 2011

Uto Palace, el hotel fantasma

Una mole de cristales duerme en un rincón de Joan Miró. Donde antes hubo banderas, sólo queda un puñado de mástiles apuntando al cielo. Una entrada antigua, de esas de columnas y toldo roído, lo anuncia. A simple vista, el Uto Palace parece un hotel inmerso en el letargo del fin de temporada. Pero sus cuatro estrellas desteñidas hablan de su estancamiento en el olvido turístico. Una mirada a través de su puerta principal, flanqueada por un cámara de seguridad que ya nadie vigila, muestra las impresionantes vistas al mar de un establecimiento que ha pasado de encarnar el lujo a ser un símbolo más en la degradación creciente de Cala Major.

En la calle perpendicular, una valla azul que algún día colocó la policía local parece anunciar la escalera que se esconde detrás. Las ramas secas llenan los escalones de un camino al que la maleza dejó sin vistas. En apenas un par de metros, la vieja terraza queda al descubierto. Reducida a un charco, la piscina acumula latas de bebida, hamacas, cajas y botes. Enfrente, el acceso directo al mar -que aún aprovecha algún bañista atrevido- del que un día presumió el Uto Palace. La plataforma de piedra que hace años le enfrentaron a la Demarcación de Costas, sigue convirtiéndose en escombro. A uno y otro lado, las terrazas de hoteles y apartamentos vecinos siguen mirando impasibles al Mediterráneo. Nadie parece preocuparse por la agonía del gigante turístico.

Volver la espalda al mar es descubrir el Uto Palace en toda su envergadura. La naturaleza ha recuperado el espacio que olvidó el hombre. Sus dos edificios, con más de una decena de plantas, se alzan por detrás del follaje. Como los restos de un Pripyat reconquistado por el verde. Un enorme ficus oculta entre sus ramas bajas lo que antes fue la zona infantil. Dos columpios oxidados y unas paralelas junto al camino de piedra recuerdan su pasado.

A un lado, tras las ventanas rotas, se abre la cafetería y el comedor, pero habrá que regresar de nuevo a la piscina y bordearla para tener acceso. Sólo el vuelo de las palomas y el viento golpeando los balcones de las habitaciones rompen el silencio.

¿Qué pasó con el Uto Palace? ¿Cuándo quedó obsoleto el lujo de sus 4 estrellas? ¿Se anticipó el hotel a una crisis que ya presagiaba? Sobre la barra de la cafetería se acumulan las pocas pistas que deja el edificio. Una carta con los precios de los platos para la barbacoa recuerda que en 2005 seguía abierto. A su alrededor, posavasos, servilleteros y portacartas repiten una y otra vez el logo del hotel. Bajo los pies, cascotes y bricks de leche vacíos y abandonados. Por encima de la cabeza asoman los restos de los cables que alguien arrancó a través de un agujero en el techo.

Unos pasos más y una nueva puerta lleva al comedor. Sus ventanas apuntan directas a la vegetación que ha crecido fuera como si la sala estuviera interna en la misma selva. No hay mesas, ni bandejas o vasos olvidados. Sólo una silla apostada en un rincón y la entrada a la cocina, que precede un ventanuco alargado. En su alféizar de madera se acumulan, cubiertas de polvo, las cartas de vino. Dentro, los muebles metalizados ennegrecidos dibujan la sombra entre los restos de azulejos blancos.

Una barra de madera divide el salón. A su espalda, entre restos de tierra y sacos rotos, se desparraman restos de las flores y las plantas de plástico que sirvieron de adorno. Maceteros de piedra se erigen como obstáculos hasta el mueble cercano. En sus cajones aún quedan los menús de la pizzería Barbarroja. Allí, junto al cartel que recuerda los horarios de desayuno, comida y cena, termina la cara amable del hotel. El espacio que un valiente mediocre se atrevería a cruzar.

Al salir y cruzar la frontera, el pasillo se bifurca. Enfrente, un ramo de rosas blancas de plástico yace a medio camino entre el comedor y la pared del fondo. Dos estrechos y antiguos ascensores se levantan al final. A la izquierda aún aparece un tercero con las puertas abiertas y un letrero que indica que la recepción está en el piso superior.

El pasillo de la derecha, en el que aún resta aparcado un antiguo carro metálico para bandejas, se intuye más corto antes de la próxima bifurcación. A un lado, los indicadores de los baños. Al otro, la cristalera de entrada a la piscina climatizada. El hueco de su puerta entreabierta y un agujero en los cristales estallados permiten espiar en su interior. De nuevo, ventanales blindados por la naturaleza y una piscina construida como una terma: con unas rocas sobre la esquina y un paisaje pintado como telón de fondo. A la espalda, una puerta anuncia la entrada a la sauna. Dentro, sólo una nueva puerta se acierta a ver entre la oscuridad. Es allí, plagada de incertidumbres, donde acaba la primera visita. Quedan puertas por abrir y los vestigios de las antiguas habitaciones por explorar.

Ver más fotos

lunes, 3 de octubre de 2011

Agnès Llobet y la 'Prova' superada

Tiene el cuerpo menudo, la cara redondeada y los ojos profundos y oscuros. Como de ángel atormentado. Y dudo, desde el atrevimiento que da la ignorancia, que Agnès Llobet hubiera tenido antes la oportunidad de enfrentarse a un personaje de este calibre. Un texto de David Auburn -con Premio Pulitzer y Tony- no es garantía suficiente a la hora de que Prova se estrene en los escenarios mallorquines. Una débil estructura y todo el peso de ese gran texto caería sobre los hombros de su reparto como un castillo de naipes. En manos de Agnès Llobet, Catherine se convierte en el pilar de una obra que crece a cada minuto. Que desgarra en el drama para aterrizar después en la leve comedia. Que finge ser tan actual y natural como el vecino de cualquiera para luego instaurarse con toda la gravedad de un personaje histórico. Con tantos matices y riquezas como este montaje que va de las cuestiones más pequeñas a las eternas dudas de siempre.

Caía el telón y Agnès Llobet seguía llorando. Hacía rato que los focos habían revelado que la actriz mallorquina se había esfumado del escenario. Que ya sólo había personaje. Un personaje capaz, incluso, de enfrentarse a un flashback teatral. ¿Y cómo hacerlo con la única herramienta del propio cuerpo? Cuando la obra comienza en el borde mismo del abismo y lo que sigue no parece más que una caída. Recomponerse, desde el fondo del drama, para salir a la superficie y contar cómo comenzó la historia.

A apenas un kilómetro del centro de souvenirs y restaurantes de quinta categoría, el Auditori de Peguera acoge el estreno del nuevo montaje de TIC Teatre. No son compañía. Sólo una productora que confía en actores y directores cada nuevo proyecto que presenta. Es Emilià Carilla quien afronta la dirección del texto de Auburn. El argumento parece, tal vez, sencillo. Catherine y Claire tienen que enterrar a su padre, un eminente matemático, después de una agonía mental. Hall, discípulo ejemplar del padre, busca cualquier material que pueda iluminar su reputación académica. Pero eso es solo el resorte del resto.

Prova es una enorme madeja de la que no dejan de salir hilos. La delgada línea entre el talento, la capacidad intelectual y la locura. Esa mente maravillosa que, de repente, se desconecta y desvaría. Esa caída en picado otorga a Miquel Gelabert los mejores momentos de una interpretación que, en la primera escena y embutido en un traje, se antoja encorsetada. La escena de su escritura obsesiva a la intermperie y tapado únicamente por una sábana es simplemente brillante. Ese momento en que un gran hombre no es nada más que un enfermo indefenso. La verdad y la mentira serán terreno resbaladizo en su poder. Habrá un momento en el que nos haga creer que tras su relevancia se esconde un tirano que sólo aparece cuando cruza la puerta de su casa.

El otro vértice masculino será Hall, el discípulo que estudia ese legado loco del maestro a la búsqueda de algo brillante. ¿Por el agradecimiento debido o por la gloria propia? Pedro Mas encarna a este personaje que se mueve entre la constante desconfianza del público. Su nerviosismo y su dulzura le hacen ganar el favor de un espectador que después recula y le ve capaz de cualquier cosa con tal de lograr el triunfo profesional. El éxito. Un lugar en la posteridad de las matemáticas aunque sea a costa de dejar la ética enterrada en un cajón. A costa del engaño y de la seducción.

Agnès Llobet y Caterina Alorda componen el otro gran grueso de Prova. Las hermanas Catherine y Claire analizadas desde la muerte de su padre hacia el pasado. Hacia ese momento de prioridades y sacrificios en el que alguien optó por situar los intereses propios en primer lugar. Una decisión que, con la muerte del padre, toma el color de un reproche enquistado. Excelente la interpretación de Caterina que puede llevarnos del prejuicio a la realidad como un mazazo en la nuca. Envuelta en esa aura de superficialidad parece haber nacido con el personaje escrito desde la cuna.

Por último, toda la grandeza de Llobet. La que comienza como una criatura rota, con el horror a la posibilidad de una locura heredada, se transforma en una Hipatia en la sombra. En la hermana de Shakespeare que narró Virginia Woolf.  El hallazgo de una prueba matemática en el despacho del célebre matemático será el desencadenante de un nuevo juego de mentiras, de intereses de sentimientos en duda. Catherine es el eje central pero olvidado. Relegado a un papel secundario casi de observador paciente. Todo parece volar por encima de su cabeza. Y la angustia crece, se agarra, se desborda. Y Llobet, entre aplausos, silbidos y ramos de flores, sigue llorando.

Fotos: Fan Teatre

Vea el vídeo de IB3

miércoles, 21 de septiembre de 2011

Malick: ¿poesía del árbol caído?

Ha nacido un genio. Pero no se llama Terrence Malick, sino Luis Martínez. Un par de búsquedas a la actualidad cinematográfica bastan para descubrir a este compañero de medio que llega al Festival de San Sebastián después de pasar por Cannes y otros tantos. Un cronista de esos que sigue creyendo en hacer literatura desde el periodismo, pero no que no duda a la hora de afilar el lápiz cuando la crítica lo requiere. Su estoque literario apuntaba el lunes a Los pasos dobles, el documental bifronte de Isaki Lacuesta con/de/desde/sobre (como escribía él mismo) Miquel Barceló. El gesto torcido de los espectadores sólo empezaba a recomponerse cuando en la rueda de prensa sus autores explicaban lo exhibido. Mal asunto cuando el cine necesita manual de instrucciones. Así que cuando a mitad de película de El árbol de la vida uno no piensa más que en teclear el título en Google de vuelta a casa, algo falla.

Los triunfos de Celda 211 o REC lo confirman. A la sala hay que llegar virgen. Con un ligero boca-boca que aliente el visionado, poco más. Porque después las declaraciones leídas martillean la sién como el clásico "te lo dije" maternal. Las palabras de José Luis Alcaine sobrevolaban mi butaca ahora sí y luego también cuando el cine comenzó a desalojarse como en un concierto del Metal Machine Trio de Lou Reed. "Se entra en la historia por sus aspectos visuales, y la última de Terrence Malick se soporta por ellos", señalaba el director de fotografía -el mismo al que Cannes premió por La piel que habito- en una entrevista de Matías Vallés. ¿Qué quería decir Alcaine? ¿Que volvíamos a estar ante la película-exposición? No, esta vez se riza el rizo. Estamos ante la película-poesía.

La duda es más que razonable. "¿Obra maestra o gran fraude?", se preguntaba Luis Martínez en el inicio de su crítica desde Cannes. Si uno entra al cine virgen en la filmografía de Malick, sale pensando que sabe aún menos de su obra. El espectador se transforma en un ser acomplejado porque se siente incapaz de atar el millón de cabos sueltos que se le presentan. Más cuando lee que la película puede hacerse pesada por las excesivas referencias bibliográficas o que las siglas de su protagonista, Jack O'Brien, no son más que... ¡EL SANTO JOB! 

"En El árbol de la vida [Malick] ya ha renunciado a su muy liviano interés por la narrativa en posesión de un orden, por una sucesión de cosas con principio, desarrollo y final", escribe Carlos Boyero. Y que -no como motivo, sino como añadido- como el mayor enemigo del análisis es la poesía, el cineasta convierte su cinta en un poema de sensaciones. Evoca, sugiere, apunta... Todo desde una sutileza tal que uno no sabe si lo que entiende es lo correcto, lo erróneo o simplemente una posibilidad más. Cuanto menos, la película parece pretendidamente ambigua. Y, de nuevo, la pregunta. ¿Obra maestra o fraude? El árbol de la vida es, otra vez, un hermoso papel de regalo. Una capa estética de planos y fotografía intachables pero tan etéreos... Y el envoltorio tarda demasiado en abrirse.

Desvelémoslo ya. Hay un momento en el que el "esto sobra" de costumbre se hace realmente intenso. Digamos que es como si Malick se hubiera sentado sobre el mando a distancia y la pantalla hubiera conectado con La 2, Discovery Channel o National Geographic. La recreación del mundo. El Big Bang. El origen de la vida. Los dinosaurios. El meteorito -ése que medía lo mismo que del Observatorio de Costitx a Inca- que acabó con ellos. Explosiones solares. Sinfonías. Coros operísticos. No. No ha sido un fallo del exhibidor. Parece que el cineasta haya condensado en veinte minutos -que se hacen cuarenta- las escenas de los mejores documentales de televisión. Hay quien se acordó de Carl Sagan. Parece que el espectador debería de haber pensado en 2001: una Odisea del espacio de Kubrick. Sin embargo a esa sensación general de estupidez sólo se suma el saber que estamos ante una enorme, densa y larga, muy larga, metáfora. ¿De qué? Es un misterio. Tal vez su presentación como "un himno a la vida, que busca las respuestas a las más intrincadas y personales preguntas a través de un caleidoscopio desde lo más íntimo al cosmos", fuera algo literal. El paralelismo es, de nuevo, tan sutil que no termina de cuajar. "Malick está convencido de que el exceso de claridad resta profundidad", insiste Martínez. Y el film se convierte en un abismo por el que resbalan las decenas de espectadores que empiezan a abandonar la sala.

La paciencia, como en la vida, tiene su recompensa. No en vano una cita de Job abre la cinta. "De repente, la película se detiene, baja el ritmo lírico y se ilumina. Por fin, aparece el director obsesivo y profundo en la descripción de personajes", lo describe Luis Martínez. La historia de crecimiento-degradación-crecimiento de una familia americana en los años 50. El reverso de los aclamados Mad Men o el pulso que no logró Revolutionary Road. La esfera luminosa que rodea a los cinco miembros de la familia comenzará a oscurecerse paulatinamente. Nada es perfecto. Y los cimientos son débilos hilos que apenas se sostienen. Una apariencia de placidez que esconde el horror y la tensión y que Malick, aquí sí, desarrolla con un talento abrumador. Descubrimos a un Brad Pitt convertido en un padre autoritario con una personalidad distinta dentro y fuera de casa, y que en realidad es un fracasado frustrado ante todos los que lograron el éxito. Su mujer y sus hijos serán quienes paguen las consecuencias.

El personaje femenino, encarnado por Jessica Chastain, pierde aquí fuerza para delegarla en los hijos. Ella es la luz en sí misma. Es la magia, la perfección. En realidad, poco más que una bisagra entre dos mundos. Una sirviente dócil incapaz de reaccionar. Incapaz, si quiera, del grito. Será el hijo mayor quien maneje la historia. Cómo se forma la personalidad, cuánto influye ese trato recibido en el hogar. Ese maltrato. La progresiva pérdida de la inocencia y la conciencia de ello. "¿Cuándo fue que dejé de ser como ellos?", se pregunta en referencia a sus hermanos. Un relato duro capaz de despertar todos los fantasmas que uno arrastre hasta la sala. ¿Es inevitable convertirse en el reflejo de lo vivido? Uno se acuerda, o por lo menos yo lo hice, de Al este del edén.

Pero de nuevo, un fallo. Esta vez Malick sí nos da una excusa para iniciar todo ese viaje al pasado. Una muerte sirve de resorte para hablar del inicio de la vida. También del cósmico. Un suicidio que nunca llega a aclararse y que obsesiona en un dato mencionado: los 19 años. Al parecer, el cineasta también tuvo un hermano que se suicidó con esa misma edad, y confiesa que esta es, pues, su película más autobiográfica. En una crítica descubro, para mi sorpresa, que ni siquiera se suicida el personaje que yo pensaba. E

La búsqueda de respuestas a esa muerte se convierte en uno de los ejes de la historia. Una respuesta que se busca en la religión. Por momentos El árbol de la vida parece estar a punto de convertirse en una especie de Camino que no terminamos de ubicar a favor o encontrar del fervor religioso. "La voz en 'off' le otorga al cuadro un cierto olorcillo Juan Salvador Gaviota", apuntaba E. Rodríguez Marchante para ABC. La cosa se entiende si tomamos una de las primeras frases de la película. A la madre la enseñaron que la vida puede basarse en lo espiritual o en la naturaleza. Y su familia, con la primera como pilar, apenas se sostiene con el mazazo de una muerte. ¿Cómo se explica entonces la voluntad de Dios? El desconcierto es lo único que hace comprensible esa continua conversación con Dios -cercana al sectarismo- que sería capaz de convertir al más ateo. Cuanto menos para que pidiera explicaciones al Santísimo.

Situémonos en la época. Para los protagonistas la caída -entendiendo por caída la decepción, el fracaso- de la familia y la Iglesia o la religión como pilares, es la destrucción de los propios cimientos. Tal vez habría que entender El árbol de la vida como un enorme Big Bang. Un meteorito que lo mismo que destruye crea vida después. De ahí los paralelismos entre lo terrenal y lo cósmico. Para Antonio Sánchez-Marrón, el film de Malick y el ya citado de Kubrick "constituyen un binomio fílmico que se debería vender junto a La Biblia y El origen de las especies", afirma. A Martínez no le cuela. "No basta con ahuecar la voz y poner de fondo una sinfonía de Mahler para construir una teoría del mundo. La filosofía, pese a lo que enseñan en Bachillerato, no tiene nada que ver con los ojos en blanco", subraya.

Cada vez que suena el coro, los espectadores se echan a temblar. Otra media hora de National Geographic sería insoportable. Así que el final del film -donde ya conocemos a un hijo ya adulto al que da vida Sean Penn- es otra desbarrada. Un desierto, una puerta en mitad de la arena. Una playa, un montón de gente. La familia al completo. Si uno pensaba en el Más Allá y en ese cielo en el que se reúnen todos, la cosa parece descartada. Fíjese. No todos los personajes que aparecen están muertos. ¿De qué va entonces la cosa? ¿Sean Penn se reconcilia, también metafóricamente, con su pasado? Dejemos que hable, de nuevo, el genio Martínez. "¿Cómo se quedan? Y de repente, un largo puente hacia... ¿la eternidad? ¿el cielo? ¿el más allá? ¿un seguro de vida Mapfre? ¡Qué fraude es éste! ¿Es esto todo lo que tiene que interpretar el espectador?
Definitivamente, Malick, de pura ambición autoindulgente, se estrella, pero hacia arriba. Como darse de bruces contra el cielo".

domingo, 11 de septiembre de 2011

Goodbye Almodóvar, o 'La piel que evito'

  1. Etapa experimental: Folle, folle, fólleme... Tim, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón y Laberinto de pasiones
  2. Etapa con influencia de Fellini: Entre tinieblas y ¿Qué he hecho yo para merecer esto?.
  3. Etapa con influencia de los maestros: Matador, La ley del deseo, Mujeres al borde de un ataque de nervios, ¡Átame! y Tacones lejanos.
  4. Etapa autobiográfica: Todo sobre mi madre y Volver.
  5. Etapa noir: La mala educación, Los abrazos rotos y La piel que habito
Visto así, analizado como si de un pintor del expresionismo español se tratase, Almodóvar parece un cineasta coherente. El autor de una trayectoria que ha sido capaz de evolucionar adaptándose a los nuevos tiempos. Pero los apuntes se quedan cortos. No hablan del peñazo nostálgico que en realidad era Volver, ni del intento de resurrección de Los abrazos rotos con el que adorna y versiona el Un final made in Hollywood de Woody Allen. Y mucho menos de la realidad de La piel que habito: un pastiche inverosímil, exceso de metraje que no entiende de géneros ni de coherencias.

La piel que habito, ensayo para ballet, debería haber sido el nombre de una película que después de casi dos horas, se reduce a una sucesión de coreografías y planos en busca del aprobado estético de la cámara. Tal vez de ahí viniera lo de la epidermis. De la superficialidad absoluta de un film que parece dar por perdido aquel viejo intento de lograr, si no la identificación, sí la implicación del espectador. Una alienación a la que contribuyen, para empezar, las interpretaciones de un trío que va de la falsedad al patetismo de puro encorsetado. Si Elena Anaya parece Leonor Watling tras el coma de Hable con ellla, Antonio Banderas pinta de frialdad lo que en realidad es un superhéroe al que le acaba de caer un drama. En manos de este ocaso almodovariano, Marisa Paredes queda reducida a un fantoche ¿brasileño? con ceño fruncido y boca entreabierta. De ahí que no la saquen. Llegó el declive de Huma Rojo, el que presagiaba ya La flor de mi secreto.

El manchego-más-internacional quería rendir homenaje al cine negro. Alguien debería haberle dicho que pare eso hacía falta algo más que los artificiales rizos de la Paredes, el peinado engominado a lo Bogart y el photoshopeado de los colores de la cinta. Lo único que tiene del Vértigo de Hitchcock sólo tiene la lentitud en la historia que a veces roza el clásico. El embalaje de Almodóvar es bueno. Los pasos perfectos y preciosistas de un ballet científico que avanza entre jeringas y probetas. La sucesión de cuadros en una exposición móvil. Bella pero nada innovadora. Hasta el juego de pantallas dobles -el cuerpo y el rostro inmenso de Elena Anaya ante los ojos espías de Banderas- y ficciones aparentes -el asalto a la casa seguido por las cámaras de seguridad como si fuera una película dentro de otra- ya se utilizó en El amante menguante.

En La piel que habito no hay giros brillantes de guión ni ruptura de géneros. Uno puede concebir su película lejos de etiquetas, pero entendiendo que los elementos del conjunto deben sumar en paralelo y no unos sobre otros hasta formar un pastiche. Una mousaka de difícil digestión.

Una revisión al mito de Pigmalión y Galatea, al del doctor Jekyll y Mr. Hide. Una versión light de El ciempiés humano. Ni thriller, ni drama, ni terror. Veinte años decía Antonio Banderas que iba a tardar España en entender esta película de tan innovadora como es. Pero no es cierto. El film no innova, vuelve sus pasos sobre los tópicos más manidos de Almodóvar como si se tratara de una nueva novela de Lucía Etxebarria. Sólo que esta vez nos faltó la droga. Uno de sus mayores fallos es hacer pasar por costumbrista una historia que no sólo es surrealista e inverosímil sino que no cuaja. Un conglomerado de juntas débiles.

Y ni siquiera hay tensión en esa casa en la que aparecen tipos disfrazados de tigre y cremas lubricantes como si aquello fuera American Pie. Desastroso hasta provocar la risa. Un bordillo en el que de tanto transitar al límite del absurdo, Almodóvar tropieza. A ojos del espectador, las esculturas claustrofóbicas y dolorosas de Louise Bourgeois o las referencias a Alice Murray quedan engullidas por los cameos de Concha Buika -esa mallorquina que debía de hacer la comunión la última vez que concedió una entrevista a un medio mallorquín- o del propio Agustín Almodóvar. Ése debía de ser el único humor que el manchego perseguía con esta cinta hasta que concebió persecuciones estúpidas de poco creíbles o una banda sonora con sello de Alberto Iglesias que va perdiendo fuelle según suena. ¿Dónde está la tensión que el compositor supo imprimir a Todo sobre mi madre y a Lucía y el sexo?

El otro gran fallo es el exceso de metraje empeñado en atar cabos a base de flashbacks hasta lo innecesario. En manos del manchego, deja escapar una vuelta de tuerca que hubiera aportado algo de maldad y sentido: que todo hubiera sido fruto de la culpabilidad del padre. Que el malo hubiera sido Antonio Banderas. Eso y que echara mano del reverb en eso de "Mamá, soy Vicente". 

jueves, 25 de agosto de 2011

¿Los periodistas no generamos empleo?

De pequeña quería ser escritora. Fue justo después de tomar conciencia de que un veterinario con miedo a los gatos tenía poco futuro y de que lo de qué-quieres-ser-de-mayor también implicaba las habilidades de uno. Luego quise ser del mundo del cine. Ni actriz, ni cineasta. Más bien algo intermedio. Producción. Pero acabé por estudiar periodismo. Algo pragmático, pensé entonces. Un sueldo asegurado a fin de mes para después satisfacer los escarceos literariocinematográficos. Algo absurdo, reconozco ahora. Con la bohemia podría haber aspirado, por lo menos, a subvenciones.

Los actores, reunidos con el director en funciones de IB3, son los últimos en sumarse al extraño mundo del orgullo y la reivindicación cultural. Antes estaban los editores, los libreros, y los diseñadores y artistas-galeristas encabezando el ránking. Todos consideran denigrante que las instituciones no apoyen económicamente su sector. "Los diseñadores generamos negocio", "los actores creamos empleo". Y los periodistas, ¿qué hacemos?

"Periodistas, os damos de comer y luego nos la metéis doblada por la espalda", me espeta Rossy de Palma en medio de una bronca por una entrevista que, medio pollo después, reconoce no haber leído. "No dejes que te digan eso, que por ser periodista eres basura y pueden tratarte como quieran", me aconseja mi director en un ataque de orgullo dolorido por el gremio. Somos el último mono de la estirpe, una mota de excremento en la cadena alimenticia. Observadores y narradores de un mundo del que parecemos no formar parte. Nuestra profesión nada en un limbo que a nadie parece preocuparle. ¿Cuándo fue la última inspección de Trabajo en un periódico? ¿Cuándo se obligó a contratar a medio centenar de empleados con contrato de becario ad eternum? ¿Quién se preocupa por las plantillas encubiertas que van más allá de la construcción y los talleres textiles clandestinos? El mensajero, como ente indefinido, no tiene derecho a queja.

"Salimos de la escuela y no tenemos ayuda. Deberían existir subvenciones para crear talleres o nuestra primera colección", protestan diseñadores recién licenciados. Los galeristas, henchidos de orgullo, subrayan hasta la extenuación que su Nit de l'Art se celebra sin ayuda institucional. Eso justo después de reclamar los pagos no realizados. Como si todo tuviera que estar subvencionado. Como, por desgracia, se mantiene medio mundo de la cultura y otros tantos ramos. Empresas privadas que, de no público, sólo tienen el NIF. Que se venden al mejor postor, que empalman proyecto subvencionado con proyecto subvencionado. Donde el criterio de la calidad entre en conflicto con el amiguismo. Un festival, un concierto, un intercambio... Todo cultural. Porque la cultura genera negocio y empleo. Pero, así, lo que no genera es dinero.

Nunca pensé que al salir de la facultad alguien tuviera que fundar un periódico en el que darme empleo. Nunca se me ocurrió escribir artículos en mi casa y convertirme en una freelance a la que tuvieran que venir a llamar a su puerta. No pedimos subvenciones. No nos quejamos de que ni el Día del Periodista tengamos libre. Tampoco de convenios con horas estipuladas que son la mitad de las reales. Ni las empresas pantalla o los conglomerados con tantas pequeñas empresas dentro como tipos de contrato diferentes. Ni de que, en realidad, Rossy de Palma no nos dé de comer. Ni siquiera a sus paisanos. De que no haya palmaditas en la espalda, "de que cuentes la verdad y te digan que lo tuyo ha sido una pataleta". De ser transmisores de un montón de quejicas que cobran subvenciones incluso cuando son incompatibles. 

Defiendo una cultura con mesura. En crisis y sin ella. Un mundo, en general, independiente. Capaz de sostenerse mínimamente. Un paro agrícola que no sirva para esconder un pluriempleo sin contrato. Ciudadanos con conciencia dispuestos a no vivir de las arcas públicas. Las mismas que, tras un cambio de gobierno, no ofertaron sus plazas para responsables de prensa. Tal vez nos habría interesado prostituirnos durante cuatro años al poder político. Pero el primer anuncio fue el de las personas contratadas. El dedazo es a la contratación en España lo que el agosto a la falta de productividad. Hasta el 15M ha puesto el grito en el cielo contra los terribles y diabólicos periodistas. Sin el apoyo y seguimiento de muchos de ellos, como el de Asier Vera, su voz hace tiempo que se habría apagado. Ya lo decían en Facebook: el becario que soñaba con una cerilla y un bidón de gasolina. Por el momento, el periodista sólo genera indiferencia. 

jueves, 18 de agosto de 2011

Dime qué anuncias... Fioravanti, Coixet y Amenábar en la publicidad

Entre los cineastas publicistas los hay, como en todas partes, reincidentes. Alejandro Amenábar, Fernando Colomo o Benito Zambrano son casos a los que se suman, aunque con diferencias, Isabel Coixet e Igor Fioravanti. "La publicidad es una escuela de rodaje aparte de un medio de subsistencia", asegura la directora catalana. Su productora, Miss Wasabi, se ha convertido también en una de las fuertes dentro de la publicidad en España. Y es que, de aquellas cifras ochenteras, hemos pasado a sueldos para realizadores de entre 6.000 y 18.000 euros. Coixet ha puesto su sello en campañas de Ikea, Danone, BMW, Renault, Peugeot o Evax. Con la intriga de saber si fue ella la autora del "¿A qué huelen las nubes?" o de aquellos en los que Silke compartía protagonismo con Rossy de Palma, sí que podemos recordarla como autora del que incluyo a continuación. Con el tiempo, el estilo colorista, el rollo de la mujer moderna y activa y la sencillez en lugar de la saturación del escenario, parecen haberse convertido en pilares de la marca de compresas. Lo de Estrella Damm -con sus varios posts dedicados en exclusiva- es otro harina de otro costal.


Maria Ripoll. Mujer y catalana es también Maria Ripoll, cuya lista de spots recoge Inclusive. ¿Podríamos hablar de anuncios femeninos? Es más, de ¿anuncios pensados para la mujer? Fuenteliviana, Veet, Dodot, Fontaneda, Vitalínea y otras tantas marcas parecen haber convertido a la directora de Lluvia en los zapatos o Tu vida en 65 minutos en experta del cuidado personal y los productores familiares. Para muestra, dos botones.



Fernando Colomo. Larga es la lista, y complicado dar con un ejemplo, de los spots que Fernando Colomo ha realizado. Flex, Vía Digital o el Abbey National Bank fueron algunos de los clientes que confiaron en el cineasta. "Que te llamen para hacer publicidad es una alegría, no sólo por los honorarios que te pagan sino por la cantidad de medios que ponen a tu disposición", explicaba en un reportaje de ABC. Si el cine era aún artesanal, la publicidad ya era industria. Una diferencia que también se extendía al papel del propio director. El cineasta es un puro técnico, la que manda es la agencia. Por eso los productores de Colomo se desquiciaban cuando rodaba seis tomas para una misma escena. En su spot de Bonos ICO llegó a superarse con 54 intentos.



Benito Zambrano. Lotería Nacional, Marca o ING Direct son sólo algunas de las marcas para las que ha trabajado el director de Solas. Spots que, aunque recogidos en esta web de publicistas, no consigo visualizar de ninguna manera. En su caso su filmografía no parece servir para explicar sus trabajos publicitarios. Me quedo -porque me gusta aunque también no hay más remedio- con el que dedicó al centenario del Atlético de Madrid. Lo suyo no era cosa de producto, sino de sentimiento. Algo para lo que recurrió a la historia de dos milicianos divididos por los bandos de la Guerra Civil pero con el Aleti como nexo en común. La mano de David Trueba parece intuirse detrás de este anuncio que recuerda a aquella famosa escena del soldado que perdona la vida a un republicano de Soldados de Salamina convertida ya casi en una leyenda. Pionero o no, a Zambrano fue parte de una campaña del equipo de fútbol en la que la pasión intentaba justificar la pertenencia a un club de derrotas. Tal vez el Mallorca podría ir llamando a Villaronga o a Daniel Monzón.

 
  

Alejandro Amenábar. La historia de este cineasta con los anuncios es como un antes y un después del propio Amenábar. Por ahí circula un anuncio de Moviline -con celulares como ladrillos- que se le atribuye. Humor y chicos y chicas es lo poco que tiene este spot, que no está mal, pero que está a mil años luz del anuncio que en 2002 sería su reencuentro con Nicole Kidman para promocionar la moda de otoño de El Corte Inglés. En el spot la australiana era una musa en mitad de una mansión desierta que desfilaba los diseños de los grandes almacenes en una escenografía que recuperaba la estética de Los otros. Hasta entonces, Amenábar había sido un director lejos de las grandes producciones. Su Moviline estaba sin duda, en el presente noventero de Tesis.

Spot Moviline

Spot El Corte Inglés


Igor Fioravanti. El cineasta afincado en Ibiza hizo el paso contrario. "Llegué a la publicidad de rebote, mientras esperaba que el productor de mi primera película consiguiese el dinero para empezarla", contaba en una de las pocas entrevistas que circulan suyas que circulan por la red. En esa eterna espera -que pasó de los anuncios falsos como ensayo a una productora que acumulaba premios- su relación con el mundo publicitario se convirtió en contradictoria. "No creo que la publicidad contribuya a hacer este mundo algo mejor. Tiene algo de mentira. Quizás estoy trabajando en ello y se me da tan bien porque fui un gran mentiroso de pequeño. Entonces me castigaban. Ahora me pagan", añadía. En su caso la excepción fue el cine. En 2001 presentó su gran ópera prima, El sueño de Ibiza, para después regresar a los spots.

Mastercard, Movistar o el SIMA fueron protagonistas de sus anuncios. Pequeñas historias de un realizador de ida y vuelta que complican poder compararlas con esa primera y última película. Podría hablarse, tal vez, de los personajes como protagonistas absolutos. De las emociones y sensaciones, como Médem, por encima del argumento. Seguiremos esperando que crezca su filmografía. 

Spot SIMA

Spot Movistar

Spot Mastercard


Fuentes

Spots a la española, by robgordon.

Cineastas que anuncian, by Manuel de Luque.

Cuéntelo en 20 segundos, by Gabriela Cañas

Luces, sonido... y publicidad, by Carlos Reviriego

Anuncios de película, by laverdad.es

Dime qué anuncias... El cine español en la publicidad

El atrevimiento de Bigas Luna no es el primero ni el último. "Woody Allen ridiculizó la publicidad diciendo 'si Dios existe, ¿sabrá que hay ocho tipos de aspirina?, pero él también terminó por ceder a la tentación", recuerda Carlos Reviriego en EL PAÍS. El acercamiento ha ido en paralelo. Por un lado, la publicidad hace tiempo que ha renunciado a limitarse a la simple promoción de un producto para optar por ser otra forma de arte. Un conjunto de estética, mensaje y originalidad que puede -si se quiere- tener bastante en común con el cine. Desde el ¿Te gusta conducir? llamar a la emoción ha tenido buenos resultos. Por otro, la crisis económica del cine -subvenciones y espectadores todos juntos- ha hecho que los cineastas apuesten por eso de la diversificación de su visión detrás de la cámara.



Bigas Luna. Para el propio cineasta catalán KH7 no ha sido un debut, sino una repetición. En 1992 se atrevió con el spot navideño de Freixenet protagonizado por Antonio Banderas y Sharon Stone. Dorados y burbujas símbolo de la casa y un anuncio en el que resulta difícil encontrar rasgos característicos de Bigas Luna y en el que apostó por combinar el lujo con el humor. Magreo final, eso sí, había. "Lo económico pesa, pero no es lo primero, la publicidad también te permite probar cosas nuevas y yo sólo lo he aceptado cuando hay un concepto detrás y actores", decía por entonces Luna. En realidad, también había aceptado a Cruzcampo, Caja de Barcelona o Hellmann's. "[Capote] dijo que los escritores del siglo XXI serían aquellos que hubieran practicado el relato corto. Lo mismo se puede aplicar al audiovisual", añadió luego.


Víctor Erice. Igual de navideño había estado, once años antes, Víctor Erice. Su spot para Nescafé tuvo el honor de convertirse en el primer anuncio de 1980. El mensaje de paz, simbolizado en un abeto, desfila por países españoles con olor a invierno, a nostalgia y a algo de tradicional. Por lo visto y leído en Cuéntelo en 20 segundos, el director vasco se convirtió en aquella década en uno de los más cotizados para la publicidad. Anunció también el Banco Hispano Americano y los jabones de Heno de Pravia. Sus anuncios tenían dos pilares: la sensación de nostalgia -su eslogan para Fontecelta fue "agua con morriña" sobre el regreso de un emigrante gallego- y los niños. Para entonces ya había dirigido El espíritu de la colmena y se le daba maña el trato con los más pequeños. Faltaban aún un par de años para ver El sur en la gran pantalla.


Pedro Almodóvar. Estética y ADN puso Pedro Almodóvar en su anuncio para Pastas Ardilla de 1996. La cocina se convertía en el escenario de un duelo, casi western, entre Rossy de Palma y Chus Lampreave. Spaguettis a la chistorra o a la carbonara para un gran spot que sabía crear gancho para el espectador y reconocer al director que se ocultaba, aura ochentera mediante, tras la cámara. Desde entonces, y para muchos cineastas españoles, el guiño a algunas de sus propias películas -en este caso a La flor de mi secreto- se convirtió en un tirón más para las marcas publicitadas. Un intercambio en el que ambas partes salían beneficiadas. Español era, también, el spot que Gonzalo Suárez creó para Trinaranjus después del éxito de La Reina Zanahoria "Es terrible que un niño sepa como funciona un tribunal americano y desconozca como lo hace el de su propio país. Como pasa en el supermercado, que se pueda elegir entre la Coca-Cola y el Trinaranjus, que por cierto es un refresco español", apuntaba en una entrevista. Su carrera publicista, de la que es imposible recuperar vídeos, se basó en el gag. Dicen que en cinco años llegó a rodar más de 300 anuncios. Ahí es nada. "Era una época en la que el cine que yo quería hacer no conectaba con la industria, así que dirigí anuncios para poder vivir pero también para financiar mi cine".

Suárez reconocía que, para él, contar una historia en 20 segundos era "frustrante" pero que gracias a los beneficios de la publicidad había conseguido rodar Epílogo. Según el artículo de Gabriel Cañas, un anuncio podía contar con un presupuesto de entre 3 y 5 millones de pesetas en los 80, de los cuales el realizar se quedaba con entre medio y un millón. Cifras que hicieron que Álvaro Sáenz de Heredia o Miguel Hermoso pudieran crear su propia productora. Después de unos cuantos, Suárez abandonó la búsqueda del ego: "te das cuenta de que lo mejor es no tener ideas y atenerte a lo que te piden. Más que nada porque puede ser muy frustrante".


                               


Nacho Vigalondo. Mientras busco y rebusco ese supuesto anuncio de José Luis Garci para McDonalds -la curiosidad es más que mucha-, cierro este primer post cuatro hombres -además de los Radiadores Garza que promocionó Berlanga o del spot para las Fuerzas Armadas de Daniel Calparoso- de anuncio único. El primero, Nacho Vigalondo. Lo suyo fue, además, un paso más allá: se convirtió en el protagonista de su propio spot para publicitar la llegada de ELPAÍS al ipad. Después de un making of periodístico en la web del periódico, la relación entre ambos, acabó como Cristo de la aurora. Vigalondo, cuyo humor negro ya viene desde el cortometraje 7:35, fue el primero en comprobar que Twitter -en el empeño de los periodistas por convertirlo en fuente de noticia- podía jugar malas pasadas. "Ahora que tengo más de 50.000 followers y me he tomado cuatro vinos podré decir mi mensaje: ¡El Holocausto fue un montaje!", twitteó. A ELPAÍS la broma -que siguió con otras como "¿Cómo se llamaba la peli de Spielberg?... A todo gas"- no le hizo ni puñetera gracia. El director de Los cronocrímenes se defendió asegurando que era una "víctima" de la "volátil confluencia de redes sociales y periodismo". Los del periódico se rieron más con esto último. Y no sólo suspendieron la campaña sino que cerraron el blog cinematográfico que tenía alojado el cineasta. 



Javier Fesser. Hace un tiempo -las cuentas no acaban de salir- al director de El milagro de P. Tinto o Mortadelo y Filemón -Camino se queda fuera por razones obvias- le tocó reinventar la publicidad de La Casera. Al lema de "pedazo invento La Casera", le seguía una estética de 13 Rue del Percebe como la que el propio director leía en los cómics de su infancia. Éste fue el primero de una saga que ahora, con Fesser o sin él, continúa y añade a Karlos Arguiñano al elenco personajil. Arte y cine puros y duros que estaban más cerca del cortometraje, con un universo propio muy claro, que de la simple publicidad. El propio Francisco Ibáñez se sumaba a un proyecto, una película de 90 segundos, que atrajo tanto a los publicistas como a los paganos en la materia. Con making of incluido, consiguió -como ocurre con Coca Cola- que cada nuevo anuncio de la gaseosa despierte a los bellos durmientes del sofá.




Álex de la Iglesia. Uno de los últimos en sumarse a esta moda ha sido el ex director de la Academia de Cine. Cortometraje es, también, su spot del Jamón Indestructible para Navidul. Si Almodóvar jugaba con el western, De la Iglesia lo hace con el thriller con dosis de costumbrismo y humor que ya demostró en La comunidad, Crimen ferpecto o Balada triste de trompeta. Una historia en sí misma que puede entenderse sin más contexto que el propio. Eso sí, resulta interesante darse una vueltecita por este curioso artículo de wikipedia que le hace el balance de cuentas a la filmografía del cineasta.

 

Julio Médem. Mejor sabor de boca deja el impresionante anuncio que Julio Médem creó para Balay. El tirón de Lucía y el sexo sirvió para crear un estilo englobado bajo el mensaje Por un mundo mejor que la marca de electrodomésticos continuaría más allá del cineasta vasco. Su huella en éste primero es muy clara. Tomó el blanco y los azules de la Formentera que había grabado con Paz Vega como protagonista. Quitó las palabras y llamó a la emoción, a las sensaciones. La tranquilidad que despertaba el spot contrastaba con el producto anunciado, pero era de esos cortos que se recuerdan. Para terminar de redondearlo, Alberto Iglesias se hacía responsable de la banda sonora.