miércoles, 6 de julio de 2011

'Más allá de la vida', culebrón con espíritus

Había visto apenas quince minutos de Más allá de la vida cuando decidí darle al pause y organizar una proyección colectiva con uno de los fans del tito Clint Eastwood. Aquellas escenas iniciales con la recreación de un tsunami conseguían romper las reticencias a una película que comparte título con un programa de videntes de Telecinco. Dos horas de reloj después, el film quedó en un culebrón vacío y espiritista. No sabía Eastwood que con Biutiful este año ya habíamos cumplido la cuota de ponzoñas con médium protagonista.

Nunca he sido muy amiga de la faceta cineasta reciente del americano. Esa etapa que inició con Mystic river y que colocó a la tragedia como único eje de sus cintas. Un momento terrible en mitad de la placidez que desemboca en un surtido de consecuencias. Si bien se inició con un amplio análisis de las mismas, la cosa se redujo con Million Dollar Baby hasta hacer que, tras la caída de la boxeadora, el film pierda todo su sentido. ¿Estamos de nuevo ante un hedonismo de moralina? Una mujer que intenta hacerse un hueco en un mundo de hombres y acaba... como acaba. Huele fatal. Si El intercambio -donde colocar a Angelina Jolie fue como uno de los cameos malos de Almodóvar, capaz de eclipsar la pantalla ("joder, la matriarca de los brangelinos", "vaya morros") hasta perder la historia- mejoró la cosa, Gran Torino fue la confirmación de una caída que, con Más allá de la vida, se convierte en estrepitosa.

A Clint Eastwood le pasa lo que a Woody Allen. Con sus personajes no hay término medio: o te encantan o los aborreces. Esa pose huraña, ese ceño perpetuamente fruncido, ese mal humor, la mala follá... Sus fans disienten. Para algunos, Gran Torino tenía que ser su "western urbano". El final digno para Harry Callahan que se consumaba de la única manera que podía haber sido concebido. Pero cuando uno despliega y desmenuza la tragedia porque sí, la película puede desmoronarse por falta de andamiaje. Hacer llorar es fácil pero tiene que tener un sentido. Tras 120 minutos de metraje, Más allá de la vida es poco más que un culebrón de lágrima fácil que, si bien no provoca sueño, mantiene a la espera de un clímax que no llega nunca. Una más que larga etapa mesetaria que no acaba de despegar y que cae en tópicos y contradicciones.

Hace tiempo que Eastwood puso sus cartas sobre la mesa a la hora de filmar. La inmigración, la interculturalidad, la violencia, la religión son temas que le interesan y que repite en muchas de sus cintas. Su última película parecía querer hablar de las experiencias con el más allá desde un punto de vista crítica contra tanto escéptico. Una pareja superviviente de un tsunami y unas extrañas visiones dan comienzo a un film que parece unir a la ficción algo del falso documental. La cosa se queda en agua de borrajas.

Pero Eastwood me confunde. Tal vez estamos ante un Duchamp del cine, una especie de Hidrogenesse que acabó por triunfar con las canciones con las que pretendía burlarse del pop de moda. A la espera de saber qué le pasó a González Iñárritu barajo que quizá, y sólo quizá, la ponzoña hollywoodiense sea una gran farsa para criticar las películas del ¿género? No logro entender que el castillo de naipes de tito Eastwood acabe como una simple historia de amor en la que el médium acaba con la visionaria como los pobres están con los pobres y los ricos, con los ricos. Ni el tsunami ni las escenas de los atentados en el metro de Londres pintan nada más que un presupuesto demasiado abultado o unos ordenadores con efectos especiales en oferta. "Lo mismo -me reconoce un fan- podría haber sido un accidente en la cocina". Sería, tal vez, el último resto para recordar que el proyecto era idea de Steven Spielberg.

Tres personajes protagonizan la cinta. Por un lado está Marie (Cecile de France), una periodista que sobrevive a un tsunami pero cuya experiencia la dejará conmocionada hasta el punto de investigar y escribir un libro sobre su contacto con el más allá. Además de un affaire con su jefe casado que la relevará en la cama por la misma sustituta que en el plató. Su final será como si Ana Pastor acabara en una feria de libros convertida en una Paulo Coelho al uso. Para colmo de cinéfilos, el título de su obra será el mismo que el de la película de Eastwood: Hereafter. Truco que, junto al del personaje que despierta al final del film, es tan viejo como horroroso.

Luego tenemos a Marcus (Frankie McLaren), que pierde a su hermano gemelo en un accidente y busca desesperadamente recuperarle aunque sea a través de un vidente. Su drama personal, concebido sólo para tener a Kleenex como patrocinador del film, hará entender por qué. En el desarrollo de su personaje es donde el cineasta despliega sus filias y fobias. Gran contraste entre el velo musulmán y la gorra del niño, la confusión entre religión y timo. Si entendemos esa búsqueda como uno de los motores de la historia, no se entiende el mensaje que después recibe de su hermano que es poco más que una invitación al suicido y un "me importas un comino" dicho con más rodeos.

Matt Damon completa la tríade con George: un médium que alcanzó su poder tras una operación de médula y que se forró a base de conectar con el más allá. Ahora, retirado de las conexiones interestelares, es el azote femenino. Descubridor de traumas infantiles, no hay mujer que se le acerque dos veces. No, por lo menos, otra que no sea la periodista.

Y, de repente, entre tulipanes amarillos y un café con pintas, Eastwood va y acaba la película. Y no reflexiona ni nos da una triste opinión sobre el más allá que apenas aparece en el film como una paranoya personal de los protagonistas. ¿Nos está queriendo decir que, tras una muerte cercana, uno se agarra a cualquier cosa como un clavo ardiendo? ¿Insinúa acaso que nos hemos vuelto imbéciles buscando cosas donde no las hay? ¿Niega, tal vez, la esencia mortal del humano? Duchamp, al menos, lo tenía claro.