miércoles, 26 de enero de 2011

'Contracorriente'. Orfeo en Brokeback Mountain

"Cuando uno despierta a un muerto, no siempre regresa el que había sido", me dice el Señor W. Cuando uno se aferra a un difunto algo tiene, por fuerza, que salir mal también. Acabo de ver el debut de Javier Fuentes-León y siento que la frase le viene como anillo al dedo. A Orfeo el rescate de Eurídice le salió mal, y la historia parece estar condenada a repetirse.

'Contracorriente' se cuela en la lista de nominados de los Goya como posible Mejor Película Latinoamericana. Su historia ha llegado a España como un murmullo de boca-orejas avalado por el premio del público en Sundance. Un film sencillo, sin grandes pretensiones ni presupuesto, que apuesta por aquello de las historias intimistas. Su origen peruano sitúa de inmediato a Fuentes-León en una odiosa comparación con Claudia Llosa. Con su referente o sin él, la cinta se queda en una especie de ensayo general que a duras penas logra remontar en la segunda mitad del metraje.

Hace un par de años le pregunté al director del Festival de Cine Gay y Lésbico de Mallorca qué necesitaba una película para entrar en una muestra como ésa. Si en Titanic o en Memorias de África hubiera habido una pareja homosexual, ¿habría bastado? No supo qué responderme. Creo que buscar un público especializado no tiene sentido. Como tampoco lo tendría un festival de cine heterosexual. La discriminación positiva tampoco funciona y la tentación de caer en el porno es demasiado evidente.

Lejos de una igualdad social absoluta, al cine con personajes homosexuales no le ha quedado más remedio que colocar su propia situación como eje de la trama. Por mucho decorado y mucho adorno que se añada, la historia acabará girando en torno a las dificultades de la homosexualidad confesa en medio de un entorno hostil.

A Javier Fuentes-León hay que reconocerle un logro: haber intentado saltar ese paso para instalarse directamente en la normalidad. Que la historia de Miguel -un pescador casado y a punto de ser padre- y Santiago -un pintor y fotógrafo tan bohemio como guapo- se trate igual que si habláramos de un hombre y una mujer. No buscar más dramatismo de la cuenta ni una pasión desenfrenada y angustiosa. Ese pulso, desde luego, se lo ha ganado a 'Brokeback Mountain'.

El cineasta reconoce en ello una manera de dirigir clásica, de aire romántico. Y, vuelta a las influencias, herencia de Rossellini y De Sica. Sin embargo, peca tanto de comedido que -escenas al estilo 'Barridos por la marea', aparte- la película se convierte en algo totalmente lineal y carente de emoción. Y la interpretación de Manolo Cardona (Miguel) no ayuda mucho. Horrible en la primera mitad de la película, hay escenas en las que de no ser por el texto, uno no sabría si ríe o llora.

La mesura del peruano tenía otro motivo. La problemática -palabra de moda- homosexual iba a estar presente, pero él miraba más allá. 'Contracorriente' habla también de la fidelidad a uno mismo. De cómo la religión se empecinó en señalar lo que estaba bien y lo que estaba mal. Habla de cobardía, de egoísmo, de valentía a destiempo. De cómo el miedo propio al qué dirán puede ser peor que el qué dirán mismo.

La historia de amor se convertirá entonces en una excusa argumental para hacer de Miguel un personaje redondo. Capaz de aceptarse, reconocerse y vivir fiel a él mismo. Para el proceso será necesario matar a Santiago. Una desaparición que el film trata con tanta ligereza que abruma. Si esto es amor -y por mucho que una horrorosa banda sonora insista en ello-, que venga Dios y lo vea... aunque luego se escandalice.

Con Santiago convertido en un espectro deambulante, la cinta amenazaba con transformarse en la fusión de 'Ghost' y 'Entre fantasmas'. Incapaz de descansar en paz hasta que den sepultura a su cuerpo, se convertirá en un espía materializado en la voz de la conciencia. Sólo Miguel podrá verle... y tocarle. Está bien. El cineasta no quiso efectos fantasmagóricos ni humos espectrales quizá para probar que aquella muerte era, en el fondo, una metáfora. Pero en la invisibilidad tangible la cosa perdió el sentido.
La memorable escena de Whoopi Goldberg haciendo de cuerpo transmisor en 'Ghost' se convierte aquí en un ocio y disfrute intergaláctico. Los amantes siguen su historia de amor y sexo igual que antes pero con el ingrediente añadido de que nadie puede ver a Santiago al lado de Miguel.

Que saque provecho de la situación es lo mínimo que podría hacer. Tanto que buscará su cuerpo en el fondo del mar para encontrarlo e intentar asegurarse de que nadie vuelva a dar con él y así, garantizar que el espíritu de su amante siga vagando a su vera. Sin embargo, las incoherencias, la falta de conciencia y contacto con la realidad, su intolerancia y su egoísmo le explotan en la cara. ¿Qué importan las voces ajenas cuando uno sigue su propio camino, el único? El mensaje era bueno, el camino no tanto. A veces hasta Cavafis se equivoca.

sábado, 22 de enero de 2011

'También la lluvia': el colonialismo según Laverty-Bollaín

El cine español se ha labrado -a base de empeño y esfuerzo- un cliché con el que venderse en el mercado internacional. Acomplejado con motivo o sin él -presupuestario seguro- por su incapacidad de crear grandes producciones, ha inventado una especie de cine de autor a la española. Dejando de lado la duda de si los tentáculos -más que garras- de Bigas Luna llegan más allá de las fronteras patrias.

El cine español vende tres cosas: Almodóvar, los dramones de tinte social y las historias con moraleja histórico-política con opción a ingrediente guerracivilista. No hay más. Así que a la hora de seleccionar una cinta que nos represente en el extranjero, se nos ve el plumero. ¿Cómo vamos a apostar por Celda 211 cuando la acción no se nos da bien? Afiancemos nuestro papel de cinematografía comprometida en la que el sello se ha convertido en topicazo.

Una llega al último film de Icíar Bollaín con el ceño fruncido. Hemos renegado del éxito de público y crítica de Celda 211 e incluso de que Estados Unidos haya comprado los derechos para hacer un remake. Hemos elegido que También la lluvia nos represente en los Óscar.

Confesemos. Al salir de la sala reconocimos que habíamos visto una buena película. Pero al intentar diseccionarla me asalta una gran duda: ¿cuánto de Paul Laverty y cuánto de Icíar Bollaín hay en la película? ¿Sirvió el colaborador de Ken Loach un guión en bandeja sobre el que la vasca realizó una magnífica dirección? ¿Cuánto hay de sus visiones del mundo y cuánto de pellizco despierta-conciencias?

Sea como fuere el matrimonio Laverty-Bollaín lo tenía difícil. Volver sus pasos sobre la colonización de América para establecer nexos -y asistir con estupor si es necesario- con el nuevo colonialismo del siglo XX. La comparación no podía ser tan burda que hiriera la inteligencia del espectador. No caer en la demagogia ni tampoco en el maniqueísmo. El equilibrio resultaba harto complicado.

Tal vez fue entonces cuando Laverty-Bollaín decidieron ponerse como los malos. Como los seres hipócritas que defienden la revisión de un personaje como Colón y que luego practican el nuevo colonialismo. La fórmula: un equipo de cine en pleno rodaje de una gran producción sobre el descubrimiento de América al que el estallido de la guerra del agua rompe todos los esquemas y planes.

Bueno, ponerse a uno mismo -sector cinematográfico- como eje del mal puede tener algo bueno: uno se ahorra las críticas de los mencionados. Pero conlleva la dificultad de jugar con el metacine, un reto que Bollaín resuelve con maestría. No hay cámaras vistas donde no debe haberlas. La huida de los indígenas, su quema aleccionadora, los discursos grandilocuentes de Colón... Un dominio combinado con una fotografía espectacular de Alejandro Catalán como ese plano del helicóptero portando la cruz entre las montañas.

El metacine permitía, además, otra cabriola. Enfrentar a esos actores de la intrapelícula a los personajes reales que deben interpretar. Entender, más de cinco siglos después, aquella forma de colonialismo. Un juego del que Karra Elejalde -el actor más que el intraactor- sale bien parado como hacía tiempo que el cine español no le permitía. Sin duda merece el Goya.

La pluralidad de visiones y opiniones debía garantizar la ausencia de un maniqueísmo que, sin embargo, sí está presente. Los malos son los malos. Tal vez porque en una conquista hay poco lugar para la duda. Pero si bien al principio los argumentos de seguir adelante con un rodaje son moralmente insuficientes para negar u obviar la situación del país, peor es luego el desenlace. Un Luis Tosar ejerciendo de productor cabronazo, Colón 2.0, convertido de repente en un alma caritativa pese al engaño de dinero. Un Karra Elejalde cediendo una lata de cerveza a los detenidos en un camión y un Gael García Bernal que, de repente, decide quedarse en el país. No a defender su película ni a luchar por los indígenas sino a no se sabe muy bien qué, junto a la frontera policial. Una escena que, de haber sido made in Hollywood, hubiera tenido el himno estadounidense de fondo.

Imagino que es de esperar que el retrato de un rodaje sea el correcto. El director obsesionado y ensimismado en su propio proyecto sin conseguir ver más allá. El productor que hace filigranas presupuestarias. Un pequeño grupo que llega con la misma superioridad con la que llegaron en 1492. Frente a las escenas más tópicas brilla la conversación telefónica de Tosar en inglés, esa comida a base de productos españoles donde quienes sirven son bolivianos o esa cena en la que el idioma indígena se convierte en divertimento. Son sutiles formas de menosprecio.

Esa supuesta supremacía se presenta también sobre los antepasados. Sin ver que los cascabeles de oro de antaño son hoy míseros sueldos como figurantes. Excelente, también, la escena con el embajador o presidente. Con el descrédito hacia la política más que instalado, se olvida que sus actitudes no son exclusivas. Después, fuera de la película una se entera de que es el propio gobierno de Evo Morales quien pagará a Juan Carlos Aduviri el billete para asistir a los Goya.

Así que el binomio Laverty-Bollaín ha compuesto una buena película aunque de esas que puede crear la inseguridad del veredicto a salir de la sala. El film ha pasado la criba de los Oscar hasta colarse en los nueve finalistas. Pero es que otro de los clichés de la España moderna es renegar de todo cuanto contenga moraleja. Seguimos llevando fatal el adoctrinamiento.

viernes, 14 de enero de 2011

I. La macedonia tarantiniana de De la Iglesia

Ha llegado el momento. Sobre todo al ver que las reacciones a las 15 candidaturas de Balada triste de trompeta para los Goya se parecen demasiado a los comentarios a pie de sala. "Creo que no estamos acostumbrados a este tipo de cine", sentenciaba una anónima dos butacas a la izquierda. Con los créditos finales aún agonizando en la pantalla, otra voz le secundaba una fila más adelante. "Un tío que tiene estas ideas en la cabeza sólo puede ser un friki".

¡Qué facilidad de crítica! Sin ni siquiera haber reposado la película tras el olor a terciopelo recalentado de las butacas. El Señor W. y yo callamos. Apenas dejamos escapar un "Buah" reusltado de haber estado cerca de dos horas pegados al respaldo casi sin pestañear y muestra de nuestra reconciliación con Álex de la Iglesia. Así, sin el desfile comercialoide de camisetas escotadas de Leonor Watling ni crímenes en Oxford, sí.

Del criterio anónimo salto a las voces expertas. El En contra de Sergi Sánchez en Fotogramas no tiene nombre. ¿Nadie ha sabido pillarle el punto al -venga, digámoslo que sino parece demagogia- presidente de la Academia? Aceptemos la sobrecarga temática. Es indudable que el cineasta quiere hablar de demasiadas cosas. Pero también que su macedonia tarantiniana aguanta hasta el final como una campeona por más elementos que le eche encima. Una funambulista más en su circo de la trompeta que se sobrepone, incluso a las lagunas en el guión.

Comencemos por el principio. Los créditos iniciales de Balada triste de trompeta son una declaración de principios de su director. El embrión de la madeja de todos los hilos que irá estirando y desarrollando. Estética, contundencia agresividad. Una introducción seguida de un prólogo igualmente arrollador con Santiago Segura y el resto de la compañía circense sorprendidos por las tropas republicanas en medio de una función. Su adhesión -más consentida que involuntaria- al ejército y su posterior enfrentamiento con el bando nacional son la exhibición del surrealismo supino que el director es capaz de conseguir. La escena de Segura rebanando cuellos cuchillo en mano mientras ondea los tirabuzones al viento es la herencia valleinclanesca que muchos ven en el cineasta. Su amor por el esperpento es, aquí, palpable.

Esa primera historia del payaso triste sienta algunas claves del film. Una pretendida sobreactuación que parece reírse en la cara de los dramas de serie B. Todos teníamos en mente una escena de un niño visitando a su padre en la cárcel. Y el diálogo no podía ser otro. Sólo que Álex de la Iglesia siempre está al acecho con su ojo mordaz. Parlamentos crueles -cercanos a la humillación- pero brillantes y de humor afilado.

Con las primeras escenas en un Valle de los Caídos en plena construcción, la película da comienzo oficial.  Pero Balada triste de trompeta no es sólo la caricatura de una historia épica encerrada en una comedia del absurdo. Sus guiños a la realidad social e histórica desdibujan lo que podría haber sido otra revisión más guerracivilista con formato de pseudo documental.

La sublevación del niño al que todos habían dado por inútil y una explosión son el desencadenante. "La venganza es un buen argumento para construir una película", asegurará luego el señor W. No lo había pensando antes pero estoy de acuerdo.

Según las críticas vistas, oídas y leídas a posteriori, el número de ampollas levantadas a esta altura de la película ya era grande. "De nuevo", me dicen, "el bando nacional como diana". Disiento. Creo que es precisamente esta actitud moscona la que De la Iglesia critica. No habla ni pone en tela de juicio a las víctimas ni juega a hablar de maniqueísmos. La cinta habla de otra cosa. Del empeño esquizofrénico de seguir arrastrando la mierda. La incapacidad de decir aquello que comentaba Claudia Llosa: "no podemos hacer nada por lo pasado pero podemos trabajar a partir de ahora".

El film es una buena muestra de lo que es situar la Guerra Civil como auténtico telón de fondo y no lo que Villaronga nos quiso vender. No pone en duda una revisión ni clama venganza contra el franquismo. Es una excusa argumental como cualquier otro posible dramático que el director ha utilizado en su favor para su película megalómana.

Con el mismo cinismo conviven en lo siguiente realidad y ficción. Ese atentado a Carrero Blanco que se cruza en medio de la historia de los personajes. Ese momento brillante de Carlos Areces preguntando a los etarras: "¿vosotros de qué circo sois?" El retrato de un Franco compasivo ante el 'pequeño salvaje' cuyo mordisco recuerda al accidente de caza que sí sufrió el Generalísimo.

Qué casualidad, eso sí, que quien encuentra al payaso triste desnudo y en medio de bosque sea el mismo geneal del Valle de los Caídos. Había que condensar tantos elementos que en algún momento los nexos y las elipsis son más que burdos. Es el mismo fallo que habla de la película como una sucesión de sketches con guión poco consistente. Los árboles no le dejaron ver el bosque. La versión positiva diría que más mérito tiene aún levantar una cinta como ésta con una historia que no es nada del otro mundo.

*+* II. Tríos, amor, odio y violencia *+*

No se equivoca Sergi Sánchez cuando habla de "amor loco". La historia del triángulo protagonista -más bien isósceles que equilátero- es otro de los pilares del film. Y, como todo, extremista. Del patetismo al esperpento con toda su escala intermedia.
Basta poco para ver la oda que De la Iglesia le ha hecho a Carolina Bang. Mala actriz y penoso busto parlante que, como dice mi jefe, "deja a Kira Miró a la altura de Bette Davis". Su personaje puede ser un juguete roto, una tía sin personalidad. Pero aunque sus escotes estén poco más justificados que los de la Watling, interpreta con la misma cara que pone Eva Pallarés. Cara de culo.

Su nominación al Goya a la Actriz Revelación no hace sino agravar la ausencia de Carlos Areces entre los candidatos. Terrible. Areces construye su personaje con una solvencia notable. Un ser patético e inútil al inicio, incapaz de cualquier cosa. Trémulo y miedoso. Pero con la semilla de la venganza y la locura creciendo en un rincón de su cabeza. Un hombre loco que encuentra en el payaso alegre el blanco perfecto para sus deseos de vendetta. Su transformación -algo así como la versión radical de El Padrino- acaba en una gloriosa escena en la que se crea una máscara de guera con la deformación de su propio rostro. La locura es absoluta. Más cuando ve la relación entre Sergio y Natalia y cambian sus parámetros sobre lo que está bien y lo que está mal. "Intentaré ser como él para gustarte", le dice en un momento. Una frase tremenda para hacer caer del guindo al más pintado. Entre el cinismo y la crudeza.
Frente a Areces tenemos al gran Antonio de la Torre. Su nominación al Mejor Actor promete no tener final feliz contra Javier Bardem y Luis Tosar. Con galardón o sin él, De la Torre puede presumir de haber sacado todo el talento que las cintas de Sánchez Arévalo no terminaban de arrancar. Tremendo actor para el drama. Si Areces era el mal justificado, Sergio es malo porque sí. Un hombre violento y maltratador en el que algunos han querido ver las cicatrices de una época convulsa e incierta.

El tratamiento de la violencia de género fue lo que me chirrió del film. Creo que De la Iglesia equivocó las formas en algunos momentos. El retrato del enganche sexual y amoroso es tan duro como verosímil. Igual que la primera paliza en el bar que deja sin habla. Acierta, también, en mantener esa relación pese a que Sergio es desfigurado.

Pero vayamos a la escena del parque de atracciones. Un golpe -antes del gran momento del martillo, por ingenio, no por otra cosa- hace que Carolina Bang patine metros y metros por el suelo. La imagen es hiperbólica. "Violencia estética", apunta el Señor W. Está en lo cierto. Como en la adaptación de un cómic se busca más la espectacularidad del golpe que no su verosimilitud. No debería ocurrir lo mismo cuando tratamos con la violencia de género. Es un tema peliagudo en el que primar lo estético puede desembocar en frivolizar el contenido.

Balada triste de trompeta sabe un rato de estética. Fotografía e iluminación acojonantes. Ese mundo del circo encorsetado en las cuatro 'paredes' de un descampado. La reconstrucción del Valle de los Caídos con escenas de gran efectismo que deberían verse como el telón de fondo -la escenografía teatral- de las acciones. El símbolo está, claro, pero no con un mensaje oculto. ´

La ópera egipcia del presidente de la Academia sólo podía tener un final realista -como el del motorista- y poco idealizado. Por no hacer caso de las advertencias de un joven Raphael que, desde una pantalla de cine, justificaba con su canción el título de la película. Para una versión española de esa especie de subgénero de famoso-aparecido-para-aleccionar-torpes, véase Buscando a Eric. Un Raphael con maquillaje de payaso, voz engolada y gesto grandilocuente bien daba el resultado.