viernes, 25 de marzo de 2011

Donde dije bici digo 'vici'

Indalecio Ribelles tira de background. Los 100 euros de multa que Aina Calvo anuncia para quienes circulen en bici por las aceras -500 si, además, es conducción temeraria- no son nuevos. Lo avisó en febrero: su ¿impulso? a la bicicleta concluiría al final de la legislatura con la aprobación de una ordenanza para regular su uso. Reglamento que ahora lleva al Pleno deprisa y corriendo sin informes de la Policía Local y sin modificar las enmiendas que pactaron con el PP. A la alcaldesa le ha entrado la urgencia. No la de los 4 días que faltan para la inauguración del sistema Bicipalma, sino la de las elecciones del 22 de mayo.

El pasado mes de enero llovían las advertencias: se prohíbe ir en bicicleta por parques y jardines, también por aceras. Si no hay carril bici, se usará la calzada. La velocidad máxima -aún espero que alguien me diga cómo mide un ciclista su velocidad- será de 20km/h en calzada y 15 a nivel de acera. Eso sí, hacerlo en sentido contrario se considerará falta grave y se sancionará con 200 euros. Las bicicletas tendrán que llevar timbre, luces y elementos reflectores. El casco no será obligatorio pero el uso de auriculares estará prohibido. Y así una larga lista ante la que cualquiera diría que el uso de la bicicleta está extendido en Palma. Que se ha convertido en un caos circulatorio al que hay que poner freno cuanto antes. Y, sinceramente, creo que Aina Calvo no ha estado en Amsterdam en su puñetera vida.
"Lo que quieren es un carril bici dominguero", decía ayer Chema López Espejo. Y creo que tiene toda la razón. Mientras busco la manera de llegar a la Plaza Mayor siguiendo a rajatabla el reglamento me pregunto si es necesaria tanta norma cuando la alcaldesa aún intenta justificar -tirando de estadísticas de usuarios- los 3 millones de euros que ha invertido en la que se ha llamado la Legislatura de la Bicicleta. Y que mil ciclistas diarios demuestran lo acertado del polémico carril bici de Avenidas ante el que protestaron los taxistas -¡¡¡los taxistas!!!- y que el PP planea eliminar de un plumazo según salga de las urnas.

Para los incrédulos, las medidas prohibitivas de Aina Calvo -que suman y siguen como un brainstorming para adornar un árbol de Navidad- son sólo dos cosas: una intención recaudatoria -si es que llegan a desarrollar la ordenanza sin apoyos y si la policía (a la que no han pedido opinión oficial) se pone dura- y el último intento por captar el voto desesperado de todos aquellos a los que levantó ampollas por el dichoso caminito de color teja. No, no hay regulación para los patines. Tampoco para los que aparcan encima del carril bici. Ni para las motos que aparcan en la acera. Ni para los que conducen con la música a toda tralla y las ventanillas subidas. Y lo que la alcaldesa de Palma parece practicar es un "donde dije bici digo vici". Lo que antes os vendí como la salvación medioambiental y de movilidad para Ciutat hoy es el caprichoso de unos pocos a los que hay que poner barreras. Y cuantas más, mejor.

"Nos hemos pasado cincuenta años fomentando la cultura y la política del coche. Supongo que tardaremos otros cincuenta en conseguir lo mismo con la bicicleta, pero hay que hacerlo", me decía un día el sabio Pep Vicens. Y es cierto. Probablemente Palma viva ahora la polémica y el debate que surgieron en Amsterdam en los años 60, cuando la proliferación de automóviles menguó la de ciclistas hasta que el Estado decidió darle la vuelta a la tortilla con un plan de inversión del que Calvo no ha olido ni los entrantes. El problema es que parece que Cort no tiene muy claro si aquello del Mou-te per ciutat que promocionaban iba en serio y realmente quieren que la bici sea algo más que el paseíto dominicial para tomarse una caña en El Molinar. Quiere ser, como mucho, una Barcelona de aburguesamiento hippie en la que ir en bicicleta sea moderno y ecologista.

Dice Luis Calbarro que Palma nunca podrá ser -ciclísticamente- Amsterdam. Nos lo impiden nuestras cuestas y un clima que garantiza llegar al trabajo oliendo a choto. Tiene parte de razón. Y, mientras nos sigan prohibiendo cruzar los parques, nada se parecerá a Vondelpark. Pero el esfuerzo y los cercos de la camiseta deberían ser algo a elección del ciudadano.

No nos parecemos a Amsterdam por muchas razones. Porque los 3 millones de euros invertidos por Calvo están muy lejos de los 70 millones destinados por la capital holandesa al Plan Director de 2007-2010. Y porque la BiciPalma que nosotros estrenaremos en 4 días -y con el que que Hila, regidor de Movilidad, espera alcanzar el millón de usuarios-, allí llegó en 1986. Porque nuestros 50 polémicos kilómetros de carril parecen un chiste al lado de sus 500. El parking para 12.000 bicis construido en Centraal Station le causaría un infarto a la señora Calvo. Porque en la escuela se examinan de bicicleta, porque son el único país del mundo con más bicis que habitantes, porque aparcar el coche en el centro cuesta 5 euros la hora... Hay caos, por supuesto. Pero con el 38% de los desplazamientos de los amsterdameses realizados en bicicleta reina, desde luego, la convivencia.

Sí, habrá que regular ese nuevo universo de las dos ruedas. Pero tal vez habría que esperar que le haya dado tiempo a asentarse mínimamente antes de que las trabas nos devuelvan a ese punto en el que hacía falta justificar el camino de color teja.

miércoles, 23 de marzo de 2011

Lartigue: la fragilidad del instante

Jacques Henri Lartigue se acostumbró a ver el mundo a través de un cristal. La vida empezaba al otro lado de la ventana de aquella casa burguesa en mitad de la nada. Siempre fue un niño enfermizo, pero aquella constitución débil que le libró de las dos guerras mundiales, también le impidió ir a la escuela. Fue aquella sensación de vivir al margen de la realidad la que le inculcó el miedo a que un día todo, él incluido, desapareciera. La felicidad y la vida parecían un instante siempre a punto de desvanecerse. Cuando a los ocho años llegó a sus manos una cámara fotográfica, creyó encontrar la manera de atrapar ese segundo. Un mundo flotante -que llega al CaixaFòrum Madrid tras su paso por Palma- es el resumen de la fugacidad perpetua.

Los ojos sonrientes de un Jacques Henri Lartigue niño otean sobre la espuma de una bañera. "Yo nací feliz", escribiría tiempo después. Hijo de una familia adinerada, sumó al aislamiento de su oasis burgués el de un cuerpo enfermo que le impedía ser un niño cualquiera.

Aquella voracidad por la vida se frustraba ante sus largos periodos en la cama. Se sintió relegado a un rol de observador impaciente y desesperado. Quería saltar, correr, jugar... Pero aquellos pocos instantes de contacto con el mundo se le desvanecieron entre los dedos. Quiso entonces atrapar cada uno de aquellos instantes mágicos.

Inmóvil en mitad del jardín, abría mucho los ojos intentando absorber cuanto le rodeaba. Luego los cerraba de golpe. "Como una cámara captaba todo en mi cabeza y aún sentía cómo se movía y olía", explicaba. Cuando conoció la fotografía, su vida dio un vuelco.

Más de 200 obras componen la primera gran retrospectiva Un mundo flotante. El resumen de la loca carrera de Lartigue contra el tiempo. Después de su paso por Palma, la muestra llega al CaixaFòrum Madrid hasta el 19 de junio  para llevar al visitante por una colección de momentos detenidos.

Tenía sólo ocho años cuando su padre le regaló la primera cámara fotográfica. Era la herramienta perfecta no para detener el tiempo pero sí para inmortalizarlo. El objetivo era sólo la extensión de aquel cristal a través del que se había acostumbrado a ver la vida. "Nunca quiso ser fotógrafo. Soñaba con ser pintor pero, aunque llego a exponer con Monet, sus cuadros no estaban a la altura de sus instantáneas", señala la presidenta de la Donation Jacques Henri Lartigue, Marysse Cordesse.

La magia de sus fotografías atrapa al espectador nada más cruzar el umbral de la exposición. Las últimas brazadas de un bañista en una puesta de sol en Hyères. Un chapuzón de su hermano Zissou con las piernas a punto de tocar el agua. La mirada de Bibi en casa del doctor Boucard en mitad de un tango.

Lartigue convirtió al hombre en su mejor musa. En los cuerpos perdiendo la verticalidad residía ese átomo de gozo que apenas duraba un segundo. Los deportes fueron la máxima expresión  de una colección de imposibles logrados gracias al sortilegio de su cámara. "La felicidad es algo maravilloso que baila, salta, vuela, ríe y pasa", afirmaba. 


El veloz siglo XX

Lartigue creció en la Belle Époque parisién, en la época de Monet y Marcel Proust, cuando París era el centro del arte, el cine y la fotografía. Con la llegada del siglo XX comprobó que sus inquietudes eran las mismas que aquel siglo que se iniciaba dominado por la idea de la velocidad: los transportes, acelerador mediante, reducían las distancias y el tiempo se relativizaba gracias a Einstein.

Las máquinas le inspiraron el intento de captar no ya la fugacidad de las cosas sino la realidad física de la velocidad y sus deformaciones en los objetos. Las ruedas de una carrera de bobsleighs, el retrato de su padre a 80 kilómetros por hora o la dura competencia entre la bicicleta y el incipiente automóvil.

En la misma época empezó a desarrollarse la aviación, el mejor ejemplo de la ligereza y la libertad. Su fotografía fue primero objetiva: el concurso de bicicletas voladoras en el velódromo de Parc des Princes, los primeros Blériot o el vuelo de un Thoman que, como en una secuencia cinematográfica, capturó estrellándose contra el suelo.

La subjetividad vino despues. Aquel sueño de poder volar, repetido hasta la saciedad durante su niñez, se materializó mientras inmortalizaba saltos y despegues. Era pasmoso observar cómo el movimiento podía convertir a un ser real en una figura casi espectral.

Dicen que lo que Lartigue no sabía es que retrataba un mundo a punto de desaparecer. Lejos de su cámara, se sucedían dos guerras mundiales y una gran crisis económica. "Si la única manera de ser feliz es siendo una avestruz, entonces enterraré mi cabeza en la arena", decía él.

En la década de los años 10 su obsesión viró hacia las mujeres. Agazapado tras los árboles de la avenida del Bois de Boulogne, Lartigue cazó sus primeros retratos femeninos: los de aquellas mujeres distinguidas que paseaban sus vestidos nuevos por el bulevar.
Aquellas damas y su amante René -una "mezcla maravillosa de culturas": rumana, judía y mediterránea- serían las únicas en posa frente a su objetivo. Sus tres mujeres -Coco, Florette y Bibi- fueron las musas de un retrato en medio de una placidez inmóvil.

El nombre de Lartigue fue un descubrimiento tardío para el mundo. Tenía casi 70 años cuando el Museo de Arte Moderno de Nueva York decidió convertirlo en el primer artista que expusiera en el área de fotografía. Fue el primer paso, incluso, para ser reconocido en su Francia natal.

"Hacia el final de su vida donó toda su obra al estado francés con la condición de itinerarla y no atarla a un centro. Huía de los museos porque eran lo contrario de todo lo que él amaba, de la viveza y la velocidad", recuerda Cordesse. La banda sonora perfecta para una no-fugaz visita sería Le cou de le giraffe de Pascal Gaigne.

sábado, 19 de marzo de 2011

La explosión controlada de KT Tunstall

Un 'sold out' en holandés impronunciable la anuncia. KT Tunstall ha conseguido abarrotar la discoteca sin un solo cartel que haga referencia a su concierto fuera de la entrada de Melkweg. Los amsterdameses han debido de encontrar otra fórmula para afiliar a los modernos a una tremenda programación de conciertos que prepara a Hooverphonic y Gabriel Rios para los próximos meses. Aquí los experimentos de no-anunciamos-a-Franz-Ferdinand-porque-son-suficientemente-conocidos, no han terminado de funcionar.

La escocesa vuelve a la capital holandesa de la mano de su Tiger Suit, tercer disco de estudio en el que estrena la producción de Jim Abbiss y un estilo bautizado como 'techno natural' en el que mezcla instrumentación orgánica con texturas electrónicas y bailables. Su pop-folk-rock de siempre pasado por una jornada de clubbing. Y algo de eso tiene también su telonero. Un paisano -presumiblemente pariente- que se presenta como The Pictrish Trail. Un personaje que podría ser el doble del gordito de Resacón en Las Vegas que, después de un arranque electrónico cerveza en mano, se confiesa cantante folk. Habla de faros, de fareros que apagan las luces para ver a los marineros morir y presenta un repertorio repleto de canciones de 30 segundos. Para desgracia de quienes creyeron su "ninguno de mis temas se parece a esto" mientras apagaba el teclado, la electrónica vuelve. Y su folk se convierte en algo que podríamos llamar synth-folk y que roza un estilo casposo cercano a Locomía.


Pasan diez minutos de las nueve de la noche -Amsterdam impone su horario europeo- cuando KT Tunstall aparece en escena. En frío, en silencio. Sin banda que la preceda con sus acordes ni entrada espectacular. Se disculpa por el retraso, se alegra de volver a la ciudad, se presenta y arranca con Come on, Get in, uno de los temas más cañeros de su último álbum que, inexplicablemente, no ha conseguido colar en el listado de singles a la discográfica. Su conversión folk-india -que no indie- luce como telón de fondo con la escocesa vestida cual apache y la cabeza de un enorme tigre sobre ella. Para compensar, la banda luce un extraño look gótico con KT enfundada en unos leggins negros de vinilo, camisa de transparencias y ojos aún más rasgados gracias al maquillaje. Precisamente a las que "de noche se maquillan como...", y en mitad de la ciudad europea del vicio, sigue con Glamour Puss. A la tercera va la vencida y el escenario se llena de todo el aire folk que ha sabido/podido reunir en el álbum gracias a Uummannaq Song, inspirada en la ciudad ártica del mismo nombre durante un viaje que hizo en 2008. Sin más coristas que el cuarteto que la acompaña, los grititos pierden fuelle.

Con el miedo a la reacción del público -auténticos tulipanes de madera como narra Hect Anyway-, KT Tunstall da un giro y vuelve a sus discos anteriores. Universe and you -una de las peores canciones de su álbum debut, Eye to the telescope- abre la veda. Le siguen una versión cercana a la bossa nova de If only con la banda en acústico, y una The other side of the world convertida en balada. Tras el impasse de un tema inédito a medio gas, Scarlet Tulip, recupera aquella faceta de mujer orquesta que la lanzó a la fama en 2004. Golpea la guitarra, aplaude, toca la pandereta con el pie y entona los Ohh ohh ohh que anuncian Black horse and the cherry tree. Su pedalera registra cada sonido y lo repite al gusto.

El concierto sufre notables altibajos. Engarza con Difficulty -hay quien hubiera preferido Golden frames- antes de enlazar dos de las canciones más difíciles de Tiger Suit: Lost y The Entertainer. La última, lo dije y lo mantengo, tienen momentos horteras dignos de una balada de Julio Iglesias. Sobre todo el inicio. La cosa comienza de nuevo a mejorar con Saving my face, dedicada a la cirugía estética y no a las reflexiones metafísicas que otros pensábamos. "Tal vez sea más interesante ponerse orejas de conejo o dientes de cocodrilo que sólo unas tetas grandes", comenta. Habla de la rebelión femenina con Madame Trudeau, tema dedicado a la mujer del primer ministro canadiense Pierre Trudeau que se fugó con los Rolling Stone -el propio Jagger la definiría como una "groupie de categoría"-, y se reserva los dos singles del último disco: Push that knot away y Fade like a shadow.

Despedida breve tras la que KT regresa después de un par de "one more, one more". Medias tintas con Funnyman y cierre con la que denomina "mi canción": Suddenly I see. El caballo negro debe de estar en el segundo puesto. En medio, una versión de Close to me de The Cure -para la que recupera a su primo telonero- que se convierte en una de las pocas sorpresas de la noche. KT Tunstall no defrauda. Despacha fuerza, energía e incluso desgarra la voz. Pero su explosión es siempre controlada. La escocesa ofrece lo que uno espera, no se desmadra. No lleva a la locura. Toca el tambor cuando suena en el disco y cambia de guitarra cuando lo hace en el estudio. No es decepcionante, tal vez previsible. O, quizá, la respuesta a un auditorio que -a excepción de los cuatro freaks de siempre-, era incapaz de mostrar cualquier tipo de reacción. Europeos y a mucha honra.

domingo, 6 de marzo de 2011

'Una isla de forasters'

El pasado mes de agosto, Héctor Rubio proyectaba en elmundo.es una serie de reportajes que hablaran de la inmigración peninsular en Mallorca. Sevillana por todos lados, menos en el DNI, no tardó en convencerme. El resultado se llamó Una isla de forasters. Recupero aquí los reportajes para que no se pierdan en las telarañas de la red.

'Haciendo' las habitaciones de Mallorca

Héctor Rubio
Palma
Arrastra sus 79 años y nueve operaciones, gracias a una muleta. Encarna se dirige hacia el banco del patio interior dónde la fotógrafa tiene que retratarla. Saca un pañuelo de un bolsillo y lo pasa por la madera donde ha de sentarse. El banco tiene algo de polvo y no quiere mancharse. Se ha pasado toda su vida limpiando las sábanas de hoteles y casas de Mallorca. Hay costumbres que quedan impresas en el carácter.

Encarna Algarra es una inmigrante anónima que hizo posible la potencia turística que es hoy Mallorca. Vino en los años del boom turístico cuando las Islas eran mucho más verdes pero tenían un futuro incierto, todavía ligado a la agricultura y la industria. Vidas como la suya alcanzan ya la recta final y pasarán, en poco, a formar parte de una historia oculta, sepultada por grandes cifras demográficas y un litoral de cemento.

Murciana de adopción y nacida en Bigastro, municipio situado al sur de Alicante, Encarna, fue por primera vez a Mallorca cuando su hija, "La Mari tenía dos años, en 1956. Venía de visita desde Zeneta, el pueblo que la vio crecer, un lugar de "gente pobre que se dedicaba al cultivo de la almendra, oliva y naranja". Cuatro años después, volvió al mediterráneo para quedarse y empezó a trabajar en la lavandería del 'hotel Tenis' en el Terreno. Cobraba a tres pesetas la hora y también ayudaba en la cocina, así que por norma general sus jornadas se alargaban más de 10 horas.

"Anduve por pocas calles". Encarna estaba aislada, sola en una isla con infinidad de posibilidades de ocio, que no eran para ella. La isla era "muy pequeña, con pocos pisos y todo muy viejo". En esos primeros años, Encarna vio poco las playas de Mallorca: "Cada vez que iba me quemaba". Además, su marido trabajaba en la península de publicista y ella no tenía tiempo para encargarse de su hija, que tuvo que irse a vivir con su abuela y un hermano suyo. Así que cuando surgió la oportunidad de volver a casa y rehacer el núcleo familiar no lo dudó.

El Generalísimo les ofreció una vivienda en Murcia, como a muchas otras familias, y Encarna y los suyos volvieron a estar juntos, pero cuando "La Mari tenía 14 y Domingo 8", el segundo hijo de Encarna, la situación económica apretaba y Mallorca se dibujó de nuevo como la solución. Esta vez, se trajo a toda la familia, no permitiría estar, como la primera vez, sola.

Era 1968, el régimen de Franco empezaba a agonizar y el turismo ya se había consolidado en el Archipiélago. Mallorca e Ibiza eran ya un esbozo a brocha gorda de lo que son en la actualidad.

Encarna empezó a trabajar en casas particulares y así lo hizo hasta los 65 años, cuando se jubiló. Ya en la madurez, su marido sufrió una trombosis, y permaneció en cama sus últimos 26 años. La mujer tuvo que hacer acopio de valor cuando el camino se puso, de nuevo, cuesta arriba. Trabajar, cuidar de sus hijos y, hasta el fin de sus días, de su marido.

La suya fue toda una vida dedicada a la limpieza, al confort de los demás, para no pasar hambre y modelar un futuro mejor para sus descendientes. Toda una vida en su sentido más literal: Con 9 años ya cuidaba niños y cuando salía de "servir" ayudaba a sus padres en el campo. No había contratos, ni jornadas laborales de 40 horas semanales, ni mes de vacaciones, pero era mejor que lo que había hasta hace unos años.

Eran tiempos de guerra entre hermanos. Una Encarna de seis años y su madre salían a las calles a cambiar jabón por comida. La pobreza no era un síntoma de exclusión social, era la norma imperativa. "Si encontrábamos un mendrugo de pan en el suelo, nos lo comíamos", cuenta Encarna.
Ahora la madre de 'La Mari' vive en la Plaza de Can Ribas, en La Soledad. Su casa está integrada en una pequeña urbanización sólo para ancianos, que a la hora de comer se juntan y aunque ahora ya no hay hambre, todavía hay 'guerra', esta vez, en forma de xenofobia pasada de rosca. "Putas forasters nos llaman, a veces, porque dicen que comemos más de lo que toca", se lamenta la mujer, sabedora de que gracias a inmigrantes como ella, las Baleares empezaron a ser las Islas Baleares, un paraíso de sol y playa, en el que tanto foráneos como autóctonos pudieron construir su historia, la historia del Archipiélago, contada entre brisa marina y hormigón. 






Recordar.tv, el canal de sus historias

La memoria desfila ante un micrófono abierto. El frío, la posguerra, las cartillas de racionamiento, el hambre que no se quitaba "ni a tortas". Los chinos, la comba, las pelotas de trapo y cuerda. También los recuerdos que no se quieren recordar. Eso es Recordar.tv, un cajón de sastre abierto a todo lo que uno quiera contar.

Zemos98 y Transit Projectes presentaron la iniciativa en enero. Un proyecto de televisión por internet que creará sus contenidos en colaboración con personas mayores. La idea tiene dos objetivos: enseñarles las herramientas de internet y volcar allí las historias que no suelen pasar de la mesa de camilla.

"La brecha digital ha dejado fuera a la mayoría de personas mayores en las conversaciones en la web 2.0". Su alfabetización digital devuelve una memoria histórica de recuerdos personales. Los centros municipales de mayores del distrito Moncloa-Aravaca de Madrid se convierten ahora en cofundadores del proyecto.

Recordar.tv nace con intención audiovisual, pero el audio, el texto y las fotografías componen los primeros testimonios.

Pepita inserta la primera tanda de recuerdos. En febrero cumplió 81 años. Nació y creció en Benavente, Zamora. Ahora vive en Madrid y pasa gran parte de sus días en el Centro de Mayores Manzanares.

En apenas dos minutos repasa su vida. "Fui a la escuela", comienza. Aunque sólo hasta los 9 años. Su familia tenía una huerta y tuvo que dejar de estudiar para ayudar. Luego, a los 12, empezó a trabajar en una fábrica de galletas, bombones y caramelos de Benavente. A los 18 pasó a la tienda hasta que a los 21, se casó.

"La vida nuestra no ha sido tan mala, ha sido dura. El no aprender...". Tuvo cuatro hijos y trabajó en casa cosiendo. Ahora escribe. Lleva a todos lados una libreta en la que escribe relatos cortos, notas de sus viajes y lo que oye explicar a los guías. Cuando llega a casa, lo pasa a limpio. "Y lo adorno", añade. Después lo pasa a ordenador y atiborra el disco duro de pequeñas historias. "Leo todo lo que pillo, aunque ahora ya retengo menos", dice.

Juan y Margarita protagonizan el segundo capítulo. Un matrimonio madrileño de 78 años que retrata la capital de la posguerra. Él vivía en Argüelles. Ella, cerca de la Plaza Mayor. Entonces la diversión era bajar al Manzanares en verano y jugar descalzos a la pelota -hecha de calcetines- en invierno.
Cerca estaba la piscina de Lago, "donde se celebraban los campeonatos de España de natación", recuerda Juan. Por entonces el tren aún pasaba sobre el Puente de los Franceses. "Como era de carbón, algunos robaban las brasas que caían y se las llevaban a la cocina". Mientras, las madres lavaban la ropa en el río.

Dicen que el proyecto tiene precedentes en Tenantspin, una televisión comunitaria de Liverpool en la que los mayores hablan de su barrio entre documentales, entrevistas, videoclips y cursos de cocina. También en el Fabulario de Canal Extremadura y la Radio Dinosaurio de Soria.

Los poco más de 3 minutos de clip me saben a poco. Recuerdo los reportajes que Héctor Rubio y yo hicimos para elmundo.es en Una isla de forasters. Supongo que en internet madan las píldoras aunque sean de historias. En alfabetización digital queda mucho por aprender.