miércoles, 27 de abril de 2011

Las mariconadas de Antònia Font

La dimisión de Joan Arrom como director del Teatre Principal -por motivos políticos, presupuestarios, lingüísticos y/o laborales- situó en primera fila a un hombre que, hasta entonces, estaba más acostumbrado a las bambalinas. Aquel Guillem Roman que saltó a la palestra teatral de la noche a la mañana había estado siempre detrás de las cámaras. Un gerente, en otro tiempo del mismo hipódromo de Son Pardo, más habituado a echar cuentas que a las ruedas de prensa. Y, en medio de una vorágine en la que los únicos números que salían eran los rojos, llegó casi como un mesías.


Bastaron un par de encuentros con la prensa para comprobar que Roman no es hombre de pleitesías ni protocolos. Que en la propia presentación de la que sería su nueva temporada, recuperó cierta cordura lingüística en el Principal como una de las pocas tablas de salvación de la cordura económica. Al servicio público hacía tiempo que la pretendida calidad no le salía a cuenta. "¿Y por qué programar en castellano en el Principal, feudo del PSM, símbolo del catalanismo y el nacionalismo de Mallorca?", bromeó entonces -casi en palabras textuales- como una autoparodia a lo que, hasta entonces, había sido la tónica habitual.


El que definiera a Juan Luis Galiardo como "tsunami humano", se convirtió la semana pasada en el protagonista de una polémica que demuestra en qué clase de país vivimos. Junto a él, Pau Riba: cantautor rockero con años de trayectoria, hippie confeso y trasnochado visible al que algunos recuerdan anunciando Bankinter y que defiende el 'paz y amor' con camisas de Desigual y timando a los teatros mallorquines, como bien cuenta M. Elena Vallés.

"Esto es rock 'n' roll y no esas mariconadas de Antònia Font y Manel...", fue la frase con la que Roman firmó su sentencia de vapuleo. Mientras unos periódicos se muestran cansados de su tendencia al chiste fácil y a su vocabulario más propio de salir de copas que de teatro público, la bola no hacía más que crecer. Él abre mucho los ojos, encoge los hombros y alucina. "Yo no entiendo nada, es todo una comedia. Luego veo a los medios de comunicación que no hacen más que hacerse eco de las tonterías de los políticos. Pero bueno, que ejerzan su cuarto poder, que den caña", dice.

Para cuando los medios se cansaron de magnificar lo ocurrido, Ben Amics -asociación de Gays, Lesbianas, Transexuales y Bisexuales- pidió a través de un comunicado que se retractara de las "manifestaciones homófobas lanzadas". Sí, amigos. Por 'homófoba' la asociación entiende el uso de la palabra "mariconada" para definir una corriente musical. Y no sólo se quedó ahí. Ben Amics aseguraba que se trata de "manifestaciones totalmente inconstitucionales, y más en un Estado que reconoce los derechos de las personas LGTB". 

A alguien se le ha ido, sin duda, la cabeza. Más incluso que al propio Guillem Roman. Sus ojos son platos de vajilla impoluta de Ikea. "Lo políticamente correcto está de moda", decían el otro día los actores de La Impaciència. Debería existir una expresión opuesta al 'no hay más sordo que el que no quiere oír' que hablara sobre los que se dan constantemente por aludidos sin motivo. Sólo faltó que si el director hubiera utilizado un "tontitos" en lugar de "mariconadas" las protestas llegaran de las asociaciones de afectados por síndrome de Down.

El pecado de Guillem Roman fue, además, otro. Ya lo apuntaba Ben Amics: "un menosprecio hacia el trabajo de un grupo musical más que consolidado". El hombre de cuentas se había ido a meter con uno de los mayores iconos de la mallorquinidad, de esa extraña Isla que intenta labrarse un nombre a través del de otros a los que, como Daniel Monzón o Agustí Villaronga, utiliza como pañuelo de usar y tirar. Que nos cueste una fortuna digna de revisión por Hacienda las promociones que Rafa Nadal hace de "sus Islas" es algo que, por mucha ópera infantil que dirija su abuelo, no me entra en la cabeza.

Hace tiempo que Antònia Font dejó de ser un grupo para convertirse en un símbolo, un tótem de adoración que llena teatros en su regreso -tras cinco años de silencio- pese a no haber presentado una canción nueva. Capaces de colocar sus Lamparetes en el tercer puesto de la lista de ventas, un disco con apenas dos semanas de vida en la calle. Si Cataluña tiene a Manel, nosotros tenemos al quinteto de Joan Miquel Oliver que ya tenía un par de álbumes en la calle cuando los otros aún pensaban cómo bautizarse. ¿Los convierte eso en una vaca sagrada a la que uno no puede criticar? ¿No se puede tildar de "mariconada" o cualquier otro calificativo, esta ola de pop descafeinado, que a veces no acaba de arrancar del todo y que defiende la yuxtaposición como virtud de sus letras? Nunca he sido amiga de los fanatismos.

"¡Es un cargo público! ¡Está en un teatro público!", le recriminan. El problema es que Guillem Roman haga suya la libertad que, en principio, tenemos todos. "Me han estirado de las orejas y me las han puesto así", bromea él mientras indica las enormes proporciones con las manos. ¿Qué maldad podía haber en sus palabras si, menos de una semana después, Antònia Font tenía el 'sold out' colgado durante dos días en su teatro?

Para acabar de rizar el rizo, cuentan que cuando fue a disculparse al quinteto por si acaso, le recibieron con caras largas y un "ja xerrarem". "Es que es como si un conseller dijera 'los escritores de Mallorca escriben mariconadas'", me insisten. No, no habló de un colectivo, sino de un grupo. Pero en este debate absurdo yo me planto. No le encuentro más pies al gato.

martes, 12 de abril de 2011

Andrés Barba y la muerte pueril

Desconfío de los escritores que no saben expresarse. Puedo pasar por que la obra de un pintor, un escultor o un músico pueda parecer vacía de contenido por su incapacidad de explicarlo. Pero de un escritor no. A un literato se le presupone, cuanto menos, un dominio en la expresión oral y escrita que le decantó por su profesión. Por eso, cuando Andrés Barba -último Premio Juan March Cencillo- tortuguea y se queda en silencio ante su propia novela, sospecho.

Sala de Música del Palau March. El niño prodigio de la literatura -el que se coló en el panorama con apenas veinte años y un puesto como finalista del Premio Herralde- presenta nueva novela. Poco más de cien páginas bajo el título Muerte de un caballo (Pretextos, 2011) que le han convertido en ganador de la última edición del March Cencillo.

Andrés Barba se remonta al origen de la historia. Allí donde dos focos intermitentes -una imagen obsesiva y un proceso- pedían a gritos ser plasmados por escrito. De un lado, la estampa de un caballo agonizante después de haber volcado el remolque en el que viajaba. Una imagen fija, "como de película de Antonioni". Una maraña de nervios y sangre. Su majestuosidad desparramada, como sus tripas, sobre el suelo. Del otro lado, la ruptura de barreras en una pareja joven. Ese momento que va de lo incierto al enamoramiento. Ese instante en el que los que se escondían tras una coraza y se mantenían como un témpano el uno frente al otro, se doblegan ante lo evidente.

"No quería establecer ningún tipo de paralelismo entre ambas escenas. No buscaba que la muerte del caballo funcionara como metáfora de nada", asegura Barba. Y ahí -con un par de reflexiones más sobre el momento que vive la literatura y los premios literarios- se queda su discurso. Planea, zozobra, cae. Es incapaz, hasta instalarse en el silencio, de explicar la relación que ambos elementos entablan en la novela. Y el background cinematográfico de cada uno -escena inicial de Pa Negre incluida- y toda la bestialidad que uno sea capaz de imaginar con las palabras "muerte" y "caballo" tienen que hacer el resto.

Bastan un par de páginas para descubrir la sarta de tópicos que cada cierto tiempo me aleja de la literatura por muy grande que sea el nombre del autor. La zafia manera en que muchos se empeñan en negar lo autobiográfico a libro cerrado cuando las páginas confeccionan un completo autorretrato. "Yo casi no conocía cómo eran los caballos, apenas he visto", se justifica el señor Barba. Y no sabe, o tal vez si, que no va de eso.

"A Bárbara Mingo", reza la dedicatoria.  Y en poco más se nos presenta los dos protagonistas. Él -al que Barba deja sin nombre liándola a base de pronombres durante todo el libro-, un treintañero que trabaja dando clases de literatura en la universidad como becario y que vive entre el miedo, la inseguridad y el tormento. "Un intenso", dice mi jefe. Lo que en otro tiempo bautizamos como un Marcel Proust de la vida. Siempre al borde de la agonía. En su caso, no porque la vea de color negro sino porque -y cito textualmente- es "como si la vida le hubiese retraído, más que mediante golpes, mediante el regalo sistemático de todo lo que deseaba". El cambio es curioso -Marlango ya lo trató en No use- pero ocupa sólo dos líneas. Como es de suponer, la fémina del libro es una de esas vivaces, resueltas, normales y doce años más joven llamada a sacar del pozo al susodicho. Llevo apenas veinte páginas y el tópico -que bien podría haber escrito Lucía Etxebarria- me tiene de los nervios.

La novela tiene tres partes bien diferenciadas aunque no en su estructura externa. En la primera, Barba se dedica a describir la relación de "él" y Sandra en la que se supone que uno tiene que ver todas esas barreras de las que hablaba. En lugar de eso, lo que encuentra el lector son veintitantas páginas entre lo pedante y lo infantiloide en las que él sigue justificando su estancia en el fondo del pozo.

Bueno, podría ser una introducción. Entonces llega el accidente del caballo y esa imagen de la que Barba hablaba se desarrollará con toda plasticidad. Pero tampoco llega. La parte central, esa agonía del caballo, se sucede sin pena ni gloria a excepción de un par de páginas. Penosos los diálogos Sandra-corcel, los "gestos de coquetería" y los intentos de imágenes morbosas o sensuales. ésta es la parte, también, en que -siguiendo las pautas del tópico- ella se descubre menos ingenua y absurda de lo que parecía. Para el "él" protagonista, vamos. Para los del otro lado de la página se transforma en un surtidor de frases lapidarias -"me quedan doce años y los tengo programados casi todos"- y episodios contados a medias como titulares por los que preguntar.

Ni siquiera el lenguaje sorprende. En dos páginas más pequeñas que cuartillas es capaz de repetir la palabra "caballo" 30 veces. Horrible. Y, para compensar lo pueril de unos párrafos, infla su literatura de "quedamente", "epatantes" o "teatralmente".

Aquí se desvelan los tiros de la metáfora de la muerte del caballo que, desde luego, sí existen. Si entre la pareja el accidente crea un soporífero juego de tira y afloja, en "él" es el paralelismo extraño con la muerte de su madre. Y lo repetirá desde entonces, creyendo ser sutil, para añadir razones a la intensidad del protagonista.

Y mientras, el caballo va muriendo poco a poco. A veces usado poco más que como una excusa descrita en toda su tragedia sólo a fragmentos. Andrés Barba hace una tregua en su novela de Lucía Etxebarria para pasarse al Gran Angular de S.M. Aquella colección que leíamos cuando empezábamos a leer en la preadolescencia mientras creíamos que éramos adultos. Rondábamos, quizá pasábamos, los doce. Y aquellos libros tenían tan poco claro quién era su público objetivo como poco claro teníamos nosotros quiénes éramos. Y Muerte de un caballo oscila entre la novela de aventuras y la de amor con más de un pie puesto en la juvenil.

Sólo la tercera parte -con el caballo muerto y la pareja ya en su destino- logrará cierta tensión en el lector. Esa atmósfera extraña, pesada y absurda que sigue a determinadas circunstancias. Como cuando el uno sueña que se pelea con el otro y despierta a su lado. Como la falsa calma que sigue a ese horrible juego de fingir que se pelea. Y se burla, y se pincha y se busca al otro hasta encontrarle para saber que el resultado era tan estúpido como el proceso. Y llega la agria reconciliación, pero las cosas tardarán más en calmarse. En la novela el colofón suena tan cursi como fingido. Para Barba, seguro, la muestra irrefutable de la ruptura de barreras, de la caída de obstáculos. Para opiniones con más currículum, pregúntele a Santos Sanz Villanueva.

jueves, 7 de abril de 2011

NDSM, la ciudad de los creativos

España vivía la edad dorada del 'boom' inmobiliario. Tal vez el auge previo a todo estallido. El sector se inflaba más y más mientras a la plebe hacía tiempo que le resultaba inalcanzable. El país andaba a la caza de cualquier alternativa, lo que fuera con tal de demostrar que aquello de "vivienda digna" seguía teniendo sentido en la Constitución. Los medios de comunicación se convirtieron en el altavoz de toda iniciativa estrambótica que existiera en algún lugar del mundo. Fue ahí cuando España puso la mirada en las casas-container del Reino Unido y Holanda.

Poco más sabía sobre Amsterdam Noord antes de empeñarme en visitar la zona. Aquella urbanización de antiguos contenedores de barco paradigma de la vivienda asequible, ecológica y práctica merecía una ruta turística. En el muelle de la GVB, a la espalda de la Centraal Station, los locales nos miran con el ceño fruncido. "¡Allí no hay nada!", exclaman mientras las cejas vuelven a su sitio y los ojos se abren de par en par, incrédulos.

Se equivocan. La visita empieza a cobrar sentido en cuanto llega el primer ferry. En su inmensa cubierta se agolpan peatones, motociclistas, ciclistas y carritos de bebé. Envueltos en la permanente neblina amsterdamesa y acercándose lentamente por el río Ij, la estampa parece más propia de los países escandinavos. De Doctor en Alaska, tal vez. Pero cuando empiezan a distinguirse las primeras caras, concentradas en el desembarco como si de Normandía se tratase, se convierten en morlacos a la salida del toril.

La otra orilla no tarda en descubrir sus caóticos encantos. A la izquierda del ferry, y en apenas unos metros, se agolpan los cuatro representantes de la marina de Amsterdam Noord: su submarino a medio hundir, el Botel -un hotel flotante-, una goleta contemporánea capricho de algún marinero hortera y el barco reivindicativo de Greenpeace.

Pisar tierra firme es retrotraerse a Nicosia. La caída en el sector de la construcción naval ha convertido la zona en un montón de ruinas de piedra y hierro que escriben el olvido en que para muchos quedó. Pocos turistas llegarían hasta allí y, para la mayoría de los locales, Noord es lo que se abre cuando ese gris acaba. Es un área de zonas verdes y pequeños pueblecitos que incluye poblaciones históricas como Nieuwerdan o Ransdorp con sus granjas holandesas de tejado piramidal.

El macromercadillo que se instala el primer domingo de cada mes y la pista de skate cubierta son los dos únicos atractivos aparentes. Un rato después de seguir el hipnótico movimiento de los monopatines, la pista se queda pequeña. Apenas una esquina en una enorme nave que se expande hacia la derecha. Desde la distancia, parece un decorado de televisión en stand by a la espera de una serie. Hay algo, tal vez ese tendedero a cinco metros de altura, que invita a explorar. Bienvenidos al NDSM.


Aviones de madera.Ropas de hojalata en un tendedero de cuerda. El capó de un coche convertida en la cara de un robot. Perros de plástico gigantes. Una enorme lámpara sin luz hecha con botellas de agua vacías. Una especie de turismo underground incomprensible hasta que se rastrea su historia.

El NDSM (Muelle Holandés y Empresa de Construcción Naval) fue un astillero dedicado a la construcción y reparación de buques fundado en 1946. Sus siglas esconden detrás un nombre mucho más impronunciable que cuenta su pasado más remoto. Fue en aquel año cuando dos astilleros amsterdameses, el Nederlandsche Maatschappij (NSM) y el Dok Nederlandsche Maatschappij NV (NDM) se fusionaron para convertirse en la Nederlandsche Dok en Scheepsbouw Maatschappij (NDSM), especializada en buques de carga y petroleros. La empresa debió de vivir su momento álgido, pero en 1978 el gobierno decidió cerrarla y cesó la construcción naval. Sus 84.000 metros cuadrados se transformaron en un fantasma titánico. Tuvo que esperar 22 años hasta volver a la vida. En el 2000, un grupo de artistas -que se hacían llamar Kinetisch Noord- presentó al Ayuntamiento un plan para reconstruir el antiguo astillero. Su objetivo era convertir el NDSM en "el mayor semillero de talento artístico de los Países Bajos". Y lo consiguieron.

Algo más de 30.000 metros cuadrados a cubierto y otros 50.000 en el exterior, configuraban el plano sobre el que edificar la ciudad de los creativos. Media docena de empresas de arquitectura y 9,2 millones de euros fueron necesarios para convertir la vieja fábrica en un macrolaboratorio experimental de arte y creación. Un gran grupo de artistas y pequeños emprendedores hace hoy posible la existencia del NDSM a través de sus tiendas, talleres y cafeterías.
 
No hay un solo rincón que no sorprenda al visitante. Antiguas grúas navales que aún cuelgan del techo amenazantes. Ascensores estancados en el tiempo. Plantas superiores decoradas con mesas de ping-pong, sofas vintage y gallos disecados. El NDSM es como una enorme escenografía teatral capaz de dejarte boquiabierto a cada paso. Pero no es sólo estética. En cada uno de esos locales -que se alquilan por un periodo de diez años- está la semilla de un negocio, una industria cultural a pequeña escala pero en crecimiento.

Como si de un polígono se tratara, la nave se divide en 10 edificios con proyectos cuyo núcleo se centra en 3. El Oostvlengel es el lugar del teatro, del visual al callejero pasando por la decoración y el arte para espacios públicos, así como la zona de artistas en residencia. El Kunststad -la Ciudad de los Artistas, significa su nombre- acoge cerca de cienc estudios y talleres. Es uno de esos artistas emprendedores -cuya hija me dedica un posado de catálogo- el primero en ponernos sobre la pista. El Noordstrook está reservado para estudios multifuncionales donde conviven música, cine, performances y teatro.

Estudios de diseño gráfico, empresas de restauración, constructoras de escenografías, laboratorios de robos para películas o tiendas de baterías componen este particular clúster empresarial. Un gigante construido a base de pequeñas piezas que, en su tiempo libre, hace las veces de agitador cultural con la organización de festivales y exposiciones de arte contemporáneo. Vuelvo un instante a Palma y pienso en Gesa. Una mole dorada en primera línea de mar que sólo quedó para ser portada de Antònia Font. Un titán en progresiva ruina que tapia sus entradas para evitar ser vertedero y cementerio. "¿22 años también?", me pregunto. Regreso al NDSM. Será fácil abstraerse con el sonido de las ruedas de un monopatín mientras unos calcetines de hojalata se secan a la sombra de un astillero.

domingo, 3 de abril de 2011

'Black swan', el infierno interior

Aplastante.  Tan hermosa como terrible. Tan cruel como placentera. Comparable, sólo en el otro extremo de la cuerda, a Bailar en la oscuridad. No hay pero que resista Black swan a no ser que uno tenga la incredulidad déspota instalada por defecto. Un universo hipnótico de poco más de hora y media. Que angustia y duele al mismo tiempo que atrae. Una superestructura de mil elementos que encajan hasta moverse con la gracilidad de un cisne.

Black swan no es la bajada a los infiernos de Nina, una bailarina en su lucha y logro por representar a la Reina Cisne en El lago de los cisnes. Es un dedo de uña afilada ahondando en una herida cierta. Es la conquista y el dominio del lado oscuro que cada uno lleva dentro. Y no ése que espeta "live a little" y proclama el hedonismo. Sino ése otro que, agazapado en un rincón incierto, de repente se vuelve grande. Y aprieta, y ahoga. Y convierte al yo en un extraño, y hace que se torture sin que se dé cuenta de que no hay otro mal que él mismo.

La cinta de Darren Aronofsky resiste todas las revisiones de mitos que uno quiera adjudicar. Digamos que la historia ya se contó en Eva al desnudo. El ídolo perseguido y sustituido. La ambición y odas las inseguridades devorando a cámara lenta. De nuevo con la interpretación como telón de fondo para que, sin hacer caso a Kant -en aquello de crear ficciones sin olvidar que son ficciones-, el guión y la realidad se confunden y entremezclan.

El cineasta juega al metacine, en este caso en versión ballet. Y sale venturoso de un ejercicio que ha deparado grandes batacazos en el mundo del cine. Muéstreme que los personajes cuentan una historia además de la que cuentan los actores. Haga que el espectador se pierda en un delicioso juego de matrioscas, pero no deje nunca ver las bambalinas, las bisagras de su invento. No sea obvio ni dé demasiadas pistas sobre su experimento, como en Black swan, y funcionará.

Aronofsky nos hace creer que estamos con esa Eva de tutú y tocado. Y engaña. Y la historia se sucede a imagen y semejanza de El lago de los cisnes que interpretan. Hay algo que lo presagia. Hay una atmósfera densa y cortante que nos adelanta, que no prepara, para un final terrible.

Hablemos de Edipo, metafórica y literalmente hablando. De esa Beth que no es más que un reflejo del futuro de Nina. Como un oráculo que no por creerse es menos cierto. De esa madre, bailarina frustrada, llena de un rencor convertido en el destino que escribe para su hija. Hablemos, tal vez, de las interpretaciones más descarnadas de Alicia en el país de las maravillas. Un viaje iniciático oscuro, dañino. El derrumbe de un mundo no deseado pero sí más seguro. La madre construye para Nina un universo de algodones y princesas. De cajas de música con bailarinas, de peluches... El manejo de los colores en el film es alucinante. Todo lo que rodea a Nina lejos de su habitación de "princesita" es negro. Se refleja en el vestuario y en los paisajes. Su refugio -abrigo y bufanda de plumas incluida- es el dominio de los colores pastel. Juegos de contrastes que crean una belleza que convierte en fotogramas las pinturas de Degas. Igual que los sonidos de aleteo constante, los punteos deliciosos de los pies.

Y si se puede hablar de Edipo -o de Electra- es por ese futuro planeado de madre-que-no-pudo. Tampoco es nuevo pero, si la incredulidad no nos ataca, diremos que el tratamiento es más que bueno. Ese cuidado y ese celo continuos que gustan en el primer momento y agobian al poco. Que la vista, que la arrope, que la llame, que la busque, que no le deje desviarse un ápice del camino marcado. La escena de la tarta es un ejemplo brillante. Incluso hasta ahí -como al politono lago-de-los-cisnes- del móvil, llega la obsesión.

Revisión del mito de Doctor Jekyll y Mr Hide, leí también por ahí. Aunque la autoría del monstruo sería más dudosa. La locura como único desenlace posible a la obsesión. La creación del yo como un enemigo. Y mi incredulidad por las películas que tratan la locura si es, a fuerza de ver malos experimentos, de fábrica.

Introducir la locura en un film supongo que el espectador, tarde o temprano, termine por dudar de la veracidad de cuanto ve. Si éste es el efecto deseado, adelante. Si no, lo tiene harto difícil. Creo que parte de la clave reside en focalizar esa enajenación en un único personaje. Muestre el mundo a través de sus ojos, ataques de cordura incluidos. Pero cuídese de que entre el resto de personajes no haya más de conciencia dudosa. El caos que provoca -véase Shutter island o Hierro- no compensa.

Siembre dudas pero no cree resquicios. Es bueno -y símbolo de haber conseguido lo que buscaba- que, al acabar, el especador siga dudando sobre si determinados hechos le ocurrieron o no al protagonista. ¿Salió Nina con Lily? ¿Acabaron en su casa? ¿Fue al hospital a ver a Beth? ¿Quedó con Thomas en su apartamento? Lo que no debería ocurrir es que al espectador no le encajen las piezas y cuestione el puzzle. Que, con tono incrédulo, pregunte eso de "¿y entonces cómo explicas...?" Sea, de nuevo, sutil. Y no haga que el público se plantee que también puede estar loco. Que la película entera sea una alucinación es tan zafio como que sea un sueño.

Me habían dicho que, en la locura, Black swan rozaba la ciencia ficción. Una duda que queda resuelta con excelentes esxcenas como la que empieza a sacar plumas negras de su espada, las heridas, los dedos de los pies pegados, sus visiones de ella misma, las alucinaciones. Una ristra de elementos que son consecuencia de la angustia obsesiva y que no hacen sino crear más. La situación se agrava hacia el final de la película donde uno ya no puede fiarse de los ojos de Nina.

Con todos esos ingredientes, el viaje de Alicia al país de las maravillas adultas se vuelve una peregrinación tortuosa. Alicia no es más que un puñado de inseguridades y obsesiones fruto de un permanente estado de exposición. De vivir continuamente pendiente de la aprobación ajena, cuando no de la proteccion. Su rostro de sufrimiento será continuo en cada ensayo. "Quiero ser perfecta", se obceca. La escena tras el incidente con la madre en la que despierta con calcetines en las manos a modo de manoplas -como se hace a los recién nacidos para que no se arañen- es tremenda.

A Black swan puedo perdonarle, incluso, que recurra al sexo como pasaporte de ese viaje iniciático. La solidez de un film del que el espectador no sale indemne y la maestría de la dirección y las interpretaciones -me da igual la doble australiana y bailarina de Natalie Portman- bien lo merecen.