Formentor entra a degüello. La tercera edición de las Conversaciones Literarias coloca a sus participantes en el punto de mira. Los narcisismos, exhibicionismos literarios, los egos y las subjetividades se debaten entre mesas redondas y acaloradas, aunque intelectuales, discusiones. Para el periodista, una jornada de doce horas que acaba con una improvisada sesión de cine y Capote como protagonista.
Pienso en Miguel Delibes. Nunca entendí que se agotaran los libros de un escritor el día siguiente a su muerte. Una urgencia de duelo extraña dispuesta a saldar cuanto antes el asunto pendiente. Pero ahora, después del recuerdo emocionado de quien se refugió en su casa huyendo de la policía, cuento los minutos para releerle.
Delibes fue el otro caballero de la triste figura. Un hombre atormentado que, después de El Camino nunca pudo escribir nada más sin que le asaltara el pánico. Pienso en Truman Capote. En las antípodas del maestro castellano cuyos fantasmas le impidieron creer que era el genio del que todos hablaban. "Era terriblemente autocrítico con sus escritos, dudaba permanentemente de su talento literario y eos le limitó mucho para relacionarse con los demás", recuerda su hijo, Germán Delibes.
Tras aquella primera obra desapareció la naturalidad. Nunca más fue capaz de acabar una novela en tres semanas sin apenas tachones. El demonio autocrítico -que crecía con cada publicación- había hecho de él un inseguro patológico. Sólo si escribía de caza, lejos de lo que él mismo consideraba la gran literatura, podía respirar cierta libertad. "Sintió vértigo de su propio éxito, y lo que más temía era tener que ponerle fachada al mismo", continúa el heredero. Dar la cara. Decir sí, soy Miguel Delibes. Y al hacerlo, sentirse orgulloso de ello.
Su genio y su reconocimiento aumentaban con cada nuevo título. Para entonces ya era incapaz incluso de reunirse en público con otros literatos por el temor de que alguien mencionara en voz alta los fantasmas que a él le devoraban por dentro.
Sólo Ángela, su mujer, consiguió templar aquel miedo. Su carácter extrovertido compensaba y reconducía sus inseguridades. Cuando murió, el tormento hacía tiempo que se había colado en sus obras. La noche antes de recoger el Premio Cervantes pidió que le internaran por no pasar por el trámite. Su médico se encargó de llevarle personalmente a la ceremonia.
"Carácter adusto", poco amigo de charlotadas y narcisismos. ¡Cuánto me habría gustado que, guerrillero, hubiera aterrizado en este Formentor de egolatrías! Lo hizo en 1959, sin que nadie entienda mucho aún por qué. Pero su definición de las Conversaciones provoca la sonrisa del periodista y el rubor de aludidos: "Una reunión de falsos pudientes disfrazados a los que les costó Dios y ayuda abandonar el hotel cuando las tertulias acabaron".
Nunca fue seguidor de pedanterías. Sólo se agigantaba ante la censura en prensa. Era literato práctico, sabía que los tiempos no estaban para novelas de más de 200 páginas. Cuando aquel universitario, Doctor en ciernes, intentó explicarle su propio proceos de escritura en medio de una perorata intelectualoide él saltó: "Sé que es una adivinanza, pero no sé si es el culo o la gallina".
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