domingo, 6 de marzo de 2011

'Una isla de forasters'

El pasado mes de agosto, Héctor Rubio proyectaba en elmundo.es una serie de reportajes que hablaran de la inmigración peninsular en Mallorca. Sevillana por todos lados, menos en el DNI, no tardó en convencerme. El resultado se llamó Una isla de forasters. Recupero aquí los reportajes para que no se pierdan en las telarañas de la red.

'Haciendo' las habitaciones de Mallorca

Héctor Rubio
Palma
Arrastra sus 79 años y nueve operaciones, gracias a una muleta. Encarna se dirige hacia el banco del patio interior dónde la fotógrafa tiene que retratarla. Saca un pañuelo de un bolsillo y lo pasa por la madera donde ha de sentarse. El banco tiene algo de polvo y no quiere mancharse. Se ha pasado toda su vida limpiando las sábanas de hoteles y casas de Mallorca. Hay costumbres que quedan impresas en el carácter.

Encarna Algarra es una inmigrante anónima que hizo posible la potencia turística que es hoy Mallorca. Vino en los años del boom turístico cuando las Islas eran mucho más verdes pero tenían un futuro incierto, todavía ligado a la agricultura y la industria. Vidas como la suya alcanzan ya la recta final y pasarán, en poco, a formar parte de una historia oculta, sepultada por grandes cifras demográficas y un litoral de cemento.

Murciana de adopción y nacida en Bigastro, municipio situado al sur de Alicante, Encarna, fue por primera vez a Mallorca cuando su hija, "La Mari tenía dos años, en 1956. Venía de visita desde Zeneta, el pueblo que la vio crecer, un lugar de "gente pobre que se dedicaba al cultivo de la almendra, oliva y naranja". Cuatro años después, volvió al mediterráneo para quedarse y empezó a trabajar en la lavandería del 'hotel Tenis' en el Terreno. Cobraba a tres pesetas la hora y también ayudaba en la cocina, así que por norma general sus jornadas se alargaban más de 10 horas.

"Anduve por pocas calles". Encarna estaba aislada, sola en una isla con infinidad de posibilidades de ocio, que no eran para ella. La isla era "muy pequeña, con pocos pisos y todo muy viejo". En esos primeros años, Encarna vio poco las playas de Mallorca: "Cada vez que iba me quemaba". Además, su marido trabajaba en la península de publicista y ella no tenía tiempo para encargarse de su hija, que tuvo que irse a vivir con su abuela y un hermano suyo. Así que cuando surgió la oportunidad de volver a casa y rehacer el núcleo familiar no lo dudó.

El Generalísimo les ofreció una vivienda en Murcia, como a muchas otras familias, y Encarna y los suyos volvieron a estar juntos, pero cuando "La Mari tenía 14 y Domingo 8", el segundo hijo de Encarna, la situación económica apretaba y Mallorca se dibujó de nuevo como la solución. Esta vez, se trajo a toda la familia, no permitiría estar, como la primera vez, sola.

Era 1968, el régimen de Franco empezaba a agonizar y el turismo ya se había consolidado en el Archipiélago. Mallorca e Ibiza eran ya un esbozo a brocha gorda de lo que son en la actualidad.

Encarna empezó a trabajar en casas particulares y así lo hizo hasta los 65 años, cuando se jubiló. Ya en la madurez, su marido sufrió una trombosis, y permaneció en cama sus últimos 26 años. La mujer tuvo que hacer acopio de valor cuando el camino se puso, de nuevo, cuesta arriba. Trabajar, cuidar de sus hijos y, hasta el fin de sus días, de su marido.

La suya fue toda una vida dedicada a la limpieza, al confort de los demás, para no pasar hambre y modelar un futuro mejor para sus descendientes. Toda una vida en su sentido más literal: Con 9 años ya cuidaba niños y cuando salía de "servir" ayudaba a sus padres en el campo. No había contratos, ni jornadas laborales de 40 horas semanales, ni mes de vacaciones, pero era mejor que lo que había hasta hace unos años.

Eran tiempos de guerra entre hermanos. Una Encarna de seis años y su madre salían a las calles a cambiar jabón por comida. La pobreza no era un síntoma de exclusión social, era la norma imperativa. "Si encontrábamos un mendrugo de pan en el suelo, nos lo comíamos", cuenta Encarna.
Ahora la madre de 'La Mari' vive en la Plaza de Can Ribas, en La Soledad. Su casa está integrada en una pequeña urbanización sólo para ancianos, que a la hora de comer se juntan y aunque ahora ya no hay hambre, todavía hay 'guerra', esta vez, en forma de xenofobia pasada de rosca. "Putas forasters nos llaman, a veces, porque dicen que comemos más de lo que toca", se lamenta la mujer, sabedora de que gracias a inmigrantes como ella, las Baleares empezaron a ser las Islas Baleares, un paraíso de sol y playa, en el que tanto foráneos como autóctonos pudieron construir su historia, la historia del Archipiélago, contada entre brisa marina y hormigón. 






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