domingo, 11 de septiembre de 2011

Goodbye Almodóvar, o 'La piel que evito'

  1. Etapa experimental: Folle, folle, fólleme... Tim, Pepi, Luci, Bom y otras chicas del montón y Laberinto de pasiones
  2. Etapa con influencia de Fellini: Entre tinieblas y ¿Qué he hecho yo para merecer esto?.
  3. Etapa con influencia de los maestros: Matador, La ley del deseo, Mujeres al borde de un ataque de nervios, ¡Átame! y Tacones lejanos.
  4. Etapa autobiográfica: Todo sobre mi madre y Volver.
  5. Etapa noir: La mala educación, Los abrazos rotos y La piel que habito
Visto así, analizado como si de un pintor del expresionismo español se tratase, Almodóvar parece un cineasta coherente. El autor de una trayectoria que ha sido capaz de evolucionar adaptándose a los nuevos tiempos. Pero los apuntes se quedan cortos. No hablan del peñazo nostálgico que en realidad era Volver, ni del intento de resurrección de Los abrazos rotos con el que adorna y versiona el Un final made in Hollywood de Woody Allen. Y mucho menos de la realidad de La piel que habito: un pastiche inverosímil, exceso de metraje que no entiende de géneros ni de coherencias.

La piel que habito, ensayo para ballet, debería haber sido el nombre de una película que después de casi dos horas, se reduce a una sucesión de coreografías y planos en busca del aprobado estético de la cámara. Tal vez de ahí viniera lo de la epidermis. De la superficialidad absoluta de un film que parece dar por perdido aquel viejo intento de lograr, si no la identificación, sí la implicación del espectador. Una alienación a la que contribuyen, para empezar, las interpretaciones de un trío que va de la falsedad al patetismo de puro encorsetado. Si Elena Anaya parece Leonor Watling tras el coma de Hable con ellla, Antonio Banderas pinta de frialdad lo que en realidad es un superhéroe al que le acaba de caer un drama. En manos de este ocaso almodovariano, Marisa Paredes queda reducida a un fantoche ¿brasileño? con ceño fruncido y boca entreabierta. De ahí que no la saquen. Llegó el declive de Huma Rojo, el que presagiaba ya La flor de mi secreto.

El manchego-más-internacional quería rendir homenaje al cine negro. Alguien debería haberle dicho que pare eso hacía falta algo más que los artificiales rizos de la Paredes, el peinado engominado a lo Bogart y el photoshopeado de los colores de la cinta. Lo único que tiene del Vértigo de Hitchcock sólo tiene la lentitud en la historia que a veces roza el clásico. El embalaje de Almodóvar es bueno. Los pasos perfectos y preciosistas de un ballet científico que avanza entre jeringas y probetas. La sucesión de cuadros en una exposición móvil. Bella pero nada innovadora. Hasta el juego de pantallas dobles -el cuerpo y el rostro inmenso de Elena Anaya ante los ojos espías de Banderas- y ficciones aparentes -el asalto a la casa seguido por las cámaras de seguridad como si fuera una película dentro de otra- ya se utilizó en El amante menguante.

En La piel que habito no hay giros brillantes de guión ni ruptura de géneros. Uno puede concebir su película lejos de etiquetas, pero entendiendo que los elementos del conjunto deben sumar en paralelo y no unos sobre otros hasta formar un pastiche. Una mousaka de difícil digestión.

Una revisión al mito de Pigmalión y Galatea, al del doctor Jekyll y Mr. Hide. Una versión light de El ciempiés humano. Ni thriller, ni drama, ni terror. Veinte años decía Antonio Banderas que iba a tardar España en entender esta película de tan innovadora como es. Pero no es cierto. El film no innova, vuelve sus pasos sobre los tópicos más manidos de Almodóvar como si se tratara de una nueva novela de Lucía Etxebarria. Sólo que esta vez nos faltó la droga. Uno de sus mayores fallos es hacer pasar por costumbrista una historia que no sólo es surrealista e inverosímil sino que no cuaja. Un conglomerado de juntas débiles.

Y ni siquiera hay tensión en esa casa en la que aparecen tipos disfrazados de tigre y cremas lubricantes como si aquello fuera American Pie. Desastroso hasta provocar la risa. Un bordillo en el que de tanto transitar al límite del absurdo, Almodóvar tropieza. A ojos del espectador, las esculturas claustrofóbicas y dolorosas de Louise Bourgeois o las referencias a Alice Murray quedan engullidas por los cameos de Concha Buika -esa mallorquina que debía de hacer la comunión la última vez que concedió una entrevista a un medio mallorquín- o del propio Agustín Almodóvar. Ése debía de ser el único humor que el manchego perseguía con esta cinta hasta que concebió persecuciones estúpidas de poco creíbles o una banda sonora con sello de Alberto Iglesias que va perdiendo fuelle según suena. ¿Dónde está la tensión que el compositor supo imprimir a Todo sobre mi madre y a Lucía y el sexo?

El otro gran fallo es el exceso de metraje empeñado en atar cabos a base de flashbacks hasta lo innecesario. En manos del manchego, deja escapar una vuelta de tuerca que hubiera aportado algo de maldad y sentido: que todo hubiera sido fruto de la culpabilidad del padre. Que el malo hubiera sido Antonio Banderas. Eso y que echara mano del reverb en eso de "Mamá, soy Vicente". 

1 comentario:

  1. Plas, plas, plas. Creo que lo has dicho todo. Otro apunte, las conversaciones científicas de supuesto alto nivel, parecen sacadas de un libro de conocimiento del medio para el curso de los que avanzan despacio.

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