Se me ha casado una de esas primas que se pasó el primer cuarto de siglo de su vida jurando y perjurando que nunca se casaría. Mírala ahora. Convertida, concejal de Deportes mediante -la pareja es atleta confesa- en mujer de un marido. Y ahí está, zarpando en un crucero desde Málaga. "Vístanse de gala porque esta noche el capitán cenará con ustedes", les anuncian conscientes de su Luna de miel.
A su vuelta podrán estrenar, por fin, su casa. Un pequeño dúplex reformado -y a sólo dos calles del de su madre- en el que ya han puesto hasta los adornos y las babuchas al pie de la cama. Eso sí, aún no han dormido en ella aunque por su habitación ha pasado ya medio pueblo. En Herrera la cosa funciona así. No hay Ikea a posteriori ni "ya pondré las cortinas con calma" que valgan. Antes de la boda el futuro nidito de amor se convierte en una especie de casa museo de acceso gratuito y casi ilimitado. El color de la colcha puede haber corrido ya como la pólvora.
La historia empieza, en realidad, mucho antes. Cuando uno empieza a preparar la boda debe saber que hay dos fórmulas: echar cuentas para casarse o casarse para echar cuentas. Esta segunda vertiente -paradójica para quienes no la conozcan- surge del concepto boda=inversión. O, lo que es lo mismo, casarse a la herrereña.
Está claro. Casarse para echar cuentas es sacar la mayor rentabilidad posible al enlace. Una suerte de perversión económica del sacramento para la que hay que tener en cuenta dos principios iniciales:
1. Las invitaciones serán innecesarias salvo para familiares y/o amigos que no vivan en el lugar, porque...
2. Cualquier persona del pueblo que haya mantenido el mínimo contacto visual con la pareja, puede ir a la boda. Puede, incluso, sin haber tenido conocimiento previo de la misma. Si uno pasea frente a uno de los salones habilitados para tal fin -La Huerta del Cencerro AKA El Chino- y da con una boda se convierte, automáticamente, en invitado potencial. Circunstancia que lleva a nuevas perversiones como, por ejemplo, una barra libre que abastece el botellón juvenil callejero.
Si tras haber sopesado estas dos máximas uno sigue convencido del modelo de boda, tendrá que
empezar a pensar en los tres puntos de la rentabilidad.
1. Llegar al enlace sin números rojos. Es conveniente no tener que pagar el banquete o el vestido de novia con la propia recaudación para que todo el beneficio sea neto. Para ello, recurrir a la familia.
2. Cuantos más invitados, mejor. Razón por la que los mejores partidos son aquellas personas que trabajan de cara al público: camareros, peluqueras, empleados de banca, funcionarios, etc. Una boda con menos de 350 invitados puede ser un fracaso.
3. Un menú rentable.
Lo de la comida merece un desarrollo más amplio. ¿Cuántas veces hemos oído que el regalo ni siquiera pagó el cubierto? Para eso se inventaron las bodas a la herrereña. Reduzca su inversión al máximo de forma que el beneficio suba como la espuma. ¿Y qué había más barato que un cumpleaños infantil en casa? Pues eso. Elimine los sándwiches en triángulo y quédese con el resto. El menú será un aperitivo alargado: aceitunas, jamón -de calidad a sopesar-, almendras, paté, patatillas, gambas, etc. Eso sí, asegúrese de tener reservas porque siempre habrá quien quiera repetir. La antigüedad de este modelo de boda ha provocado ya la aparición de los invitados a la herrereña que, como usted, buscan la máxima rentabilidad.
Si el presupuesto llega, introduzca el plato principal estrella: carne en salsa. Mucha salsa, patatas y un par -castizo mejor que mallorquín- de tajadas de carne. La cocina de posguerra es la mejor consejera. mientras que el aperitivo se compartía por parejas o tríos, aquí habrá un plato por persona. Si no llega el presupuesto, salte directamente a los postres a base de dulces y tarta nupcial. El final siempre será el puro para los caballeros, el "recuerdito", y la barra libre.
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