miércoles, 8 de diciembre de 2010

*+* 'Io sono l'amore', la fragilidad de los reductos *+*

Minuto 6:40. Un plano de la casa de los Recchi guarda la esencia de toda la familia. Ojos de voyeur acercándose por un pasillo hasta una puerta entreabierta al fondo. La imagen congelada es fotográficamente inmejorable. Al otro lado, la habitación del matrimonio. Una cómoda histórica, un galán de noche con ropa de hombre y dos cuadros entre lo romántico y lo tenebrista.

Me recomendaron Io sono l'amore como una película exquisita. Internet me hablaba de, "tal vez", una de las obras fundamentales en el cine italiano actual. Pero algo atrae y se aleja de esa etiqueta de "plantea cómo la sociedad actual..."

Sin pretender aclarar el debate de si Luca Guadagnino es justo heredero de Antonioni y Visconti, está claro que no estamos ante una película de didáctica sociológica. Io sono l'amore tiene la atemporalidad como una de sus principales dotes. Hará falta asistir a la gran exhibición central del clan de los Reicchi -con sus arrogancias y sus defectos incluidos- para darnos cuenta de que andamos a la vuelta de la esquina. La plasticidad y la elegancia de la preparación de la gran comida familiar -he leído tantas veces que es homenaje a 'Dublineses: los muertos de John Huston que me siento obligada a repetirlo- será el inicio del cambio. Cómo cambiará la cosa para cuando el clan vuelva a reunirse en torno a una mesa.

Con la historia armada en la mente, no puedo dejar de acordarme de Bearn o la sala de les nines de Llorenç Villalonga. Io sono l'amore es la caída de la alta burguesía milanesa, el desmoronamiento de su eternidad aparente ante la continua evolución del mundo. La atemporalidad del relato es la misma que sienten los Recchi. Un castillo de naipes que comienza a caer oficialmente con la muerte del abuelo y la designación de sus sucesores. Bajo su protección parecía asegurarse el status y la tranquilidad de la familia. Su fallecimiento es el primer mazazo de realidad. La salida de esa habitación espiada, de ese armario, al mundo que existe a este lado del espejo. El fin a un reducto irreal y frágil. Un tránsito en el que, mientras unos personajes se pierden, otros aspiran su primera bocanada de aire fresco.

Nuestra condición de voyeurs nos permite ver, en paralelo, la evolución objetiva y la subjetiva. Un cuadro que se transforma en fotografía es el detalle inicial pero nimio comparado con un emporio empresarial condenado a la globalización e incapaz de mantenerse como el negocio familiar que trajo la prosperidad a los Recchi.

La intrahistoria habla de la adaptación de los personajes ante la llegada de esa locomotra imparable que amenaza con llevárselo todo por delante. Se pierde seguridad pero se ganará libertad. Una nueva realidad a la que se aferran, conscientes o insconscientes, las dos mujeres de la familia. Tal vez sea la juventud de Betta -la hija- la que dote su proceso de una absoluta naturalidad. En cambio la de Emma, la madre, es de lo mejor que hay en la película.

La historia no es nueva. "La soporífera liberación sexual de una intrusa", titula su crítica Juan Luis Caviaro. Como cuando yo resumía Cinco horas con Mario como Diario de una maruja sin 600. Quizá hablar de frustraciones, de pasiones censuradas y de frialdad en la alta burguesía sea un tópico más que revisado. Desde luego, no busque en Io sono l'amore una sorpresa argumental.

Para mí es aquí cuando entra en juego la Casa de muñecas de Ibsen. Con una Nora encarnada por una impresionante Tilda Swinton- que encuentra el resquicio por el que volver a respirar. Una joven rusa a quien el heredero de los Recchi escoge como esposa y a quien cambia el nombre y borra su pasado a cambio de la promesa de prosperidad. Ella acepta, sin ver cómo su vida se va consumiendo en una mustia existencia de puertas adentro. Como símbolo, será ella quien presida esa segunda cena.

La cocina será el resorte. Brillante la escena de la degustación en el restaurante. Del otro lado, Antonio, el cocinero. Un hombre que -doblegados a la verosimilitud cinematográfica- la despoja de todos sus lujos para volver a amar a la persona. El primer viaje a San Remo es la exaltación de los sentidos, el latido de la vida real y tangible. Ese fundido a negro, esa sombra a la espalda. El retrato de ese paisaje bucólico en el que volverá a respirar. La escena en la que él, cuidadosamente, le quita los anillos, las pulseras, los zapatos, la blusa... ¿Hablaba Guadagnino de un amor verosímil o sólo era la liberación de Nora? Me da miedo que ese reducto perfecto sea tan frágil y artificial como el anestesiante anterior. La fuga final, es cierto, roza el absurdo y el ridículo.

Cuando acabó la película no sabía si me había gustado o no. A falta de argumento, pensemos en las formas. ¿Otra vez un film convertido en una exposición de fotografía? No exactamente. Los expertos dicen que Io sono l'amore pertenece al linaje del art cinema. Tal vez una etiqueta más donde todo vale. Llega a hacerse larga, falta de ritmo. "Es una muestra del peor cine de autor, ése tan satisfecho y pagado de sí mismo, que con aires de grandeza desprecia al espectador, y tapa sus carencias con silencios, florituras estéticas y el aplauso de los festivales", insiste Caviaro. Heredera o no de los grandes del cine italiano, el film tiene algo de grandilocuencia y bastante de autocomplaciente. ¿Parte de la excusa argumental o estética? Quizá. Así por lo menos el cine español no será el único en sentarse en el banquillo por ello.

2 comentarios:

  1. Plas, plas, plas. Aunque a veces parece que te cortas a la hora de ponerte dura. ¡A la yugular si hace falta!

    W.

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  2. Me quito el sombrero. Habrá que verla!

    M.

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