Suele ocurrir un par de veces al mes, a veces incluso sin luna llena. Pero si se empeña y aprieta, es capaz de engullir treinta días en un suspiro y convertirlos en treinta interminables noches.
Empieza como una marimba hormigueante, una sonrisa con más curvatura de labios que de costumbre. Le sigue un guiño del espejo, una mirada en la que se intuye más brillo del habitual. Hay algo, en algún lugar incierto entre el corazón y las entrañas, que empieza a bombear y no descansa. Una explosión que asciende en espiral desde la punta de los pies hasta el sexo. "Deseo, mire donde mire, te veo", se obceca el cerebro.
La habitación en penumbra. La cama se antoja el último paraíso. Se estremecen en ella los músculos y los arrebatos. Se pierde la razón entre los escondites de una sabana que adquirió tilde.
Ante la compañía ausente, se dispara la inventiva y sobreviene el recuerdo. Te cruzas de brazos y vuelves a mirar altivo al objetivo de mi cámara bajo ese palio de neones que te anuncia como el mesías chipriota. Vuelves a ser el último habitante del planeta -con música de Mastretta- con el que perderse entre las calles de un mundo que se empeñó en la guerra. Nicosia es la puerta a un vergel ruinoso y prohibido en el que descubrí que no siempre podría aguantarte la mirada.
Sonaba aún Mastretta aquella otra noche, meses después. Más alcohol que comida danzando en el estómago. "Y pensó 'quién será tan feliz como yo'. Gira el mundo a mis pies para mí porque sí". Sólo una minúscula mesa separa mi butaca de tu sofá en un local de sillones raídos y luz tenue. En la calle llueve. Y en tu discurso hilas palabras clave que nunca sabes que existieron. Yo sonrío, también con música de Mastretta. Te habría devorado. Habría saltado sobre ti y habría dejado tu títere sin cabeza.
Relamo la última cucharada de un yogur de vainilla mientras la transición musical va del 'Baile en casa de Charlie' mastrettense al 'Y si amanece por fin' sabinero. Siempre fui carne débil para quien supo conjugar los mensajes perfectos con las palabras adecuadas. Si hoy echo un vistazo al buzón del tiempo consiguen volver a encenderme. La vigencia siempre fue tu punto fuerte. Y aunque no me cansé de predecirlo, nunca llegué a empacharme.
Prometías placer y risas a partes iguales en un idealizado Madrid escenografía perfecta de nuestra película. Despunta la madrugada al final de Gran Vía cuando suenan los primeros acordes y, antes de llegar a la batería, me tienes rendida de nuevo a tus palabras. Donjuan literato. Danzamos de nuevo en el mismo borde del bordillo, allí donde se abrían las realidades alternativas. Al fin y al cabo siempre dijimos que el tiempo no iba con nosotros. "De ti depende y de mí que entre los dos siga siendo ayer noche".
El deseo gritaba entonces en nombre de la sinrazón y de aquello que nunca hicimos. Revestíamos de poesía aquel vano recuerdo físico. Ahora, por qué mentir, tu bordillo me sigue resultando igual de apetecible. Un reencuentro valiente vino a refrescar la memoria de un recuerdo aún no del todo dormido. Y la realidad resultó más banal pero mejor que la poesía.
De nuevo en la penumbra me revuelvo e intento atrapar el sueño ya entre la sábana. Esta efervescencia de futuro incierto me consume por dentro y te sigue dibujando en el horizonte. "Ir y venir, seguir y guiar, dar y tener. Entrar y salir de fase... Amar la trama más que el desenlace", se despide Drexler.
Jorge Drexler - Deseo
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