martes, 27 de julio de 2010

*+* Manayaycuna, la espalda de Dios *+*

La idea de una historia que empieza con un pequeño pueblo que recibe la llegada de un extranjero es tan antigua como las teorías del cuento de Propp y Antti Aarne. Lo mismo que esa damisela perdida en un extremo del mundo esperando la llegada de un caballero que la rescate del tedio a lomos de un corcel blanco.

Pero Claudia Llosa no se quedó ahí. Le arrancó lo superfluo de la poesía y habló de la carne. En su vuelta de tuerca el extranjero se convirtió en un gringo inmerso en un viaje entre el pasado y el futuro pero arrasado y envenenado por un presente que le domina. Y antes de darse cuenta, mastica hojas de coca para no sucumbir al mareo del mal de altura. Al abismo de un vértigo inconsciente hacia el que inevitablemente se siente atraído. Su solo nombre, Salvador, es una señal de su destino.

Manayaycuna se levanta en medio del horizonte árido. Un pueblo sin indicador en el mapa perdido en la cordillera andina. Apenas un punto en la inmensidad peruana en la que se esconde otro mundo. El relojero se instala en el centro de la plaza obligado a contar cada minuto del tiempo con sucesivos carteles blancos. Mientras, el resto se dedica a la elección de la nueva virgen Inmaculada entre las jóvenes del lugar.

Lo que parecía un reloj que avanza era en realidad una cuenta atrás. En la Iglesia, el Cristo crucificado deja caer su cabeza para señalar el final. Su descenso de la cruz indicará su muerte.

El gringo en su escondrijo involuntario es relegado a ser observador furtivo. Testigo de un mundo desconocido e inacabable al que bastará una patada para poder acceder. Un lugar plagado de la nostalgia y heridas del desengaño. Donde el egoísmo y la desesperanza no entenderán nunca del bien ajeno. Donde la envidia puede envenenar como el mismísimo veneno para las ratas. El odio silencioso que recorre el pueblo de cabo a rabo escondido como las aguas subterráneas. Las miserias del hombre.

El vértigo del extranjero parece cada vez más generalizado. Por delante un futuro cada vez más inalcanzable y por detrás un pasado al que nunca volver. En medio, bajo los pies, un presente confuso en tierra de nadie. Ante sus ojos caen uno a uno los esquemas preconcebidos. La religión se funde con lo profano. Se mezclan y se confunden supersticiones, ritos y fiestas, la inocencia y el incesto. La vida y la muerte.

En un instante las hojas del relojero se vuelven rojas y comienza el Tiempo Santo. "En Tiempo Santo no hay pecados", susurra Madeinusa convertida en la virgen Inmaculada al oído del gringo mientras descubre su sexo bajo la túnica. Ella misma cubrió con una venda los ojos de Dios muerto. Hasta su resurrección dominical se presentan tres días a la espalda de Dios. El entierro del todopoderoso tras el que el pueblo se libera y deja de preguntarse el cómo y el porqué de sus acciones. Nada habrá hasta entonces que pueda ser castigado.

La sola idea revuelve el alma. Con creencia o sin ella poder apagar por tres días la voz de la conciencia suprema libera de cualquier preocupación. Ninguna instancia inferior, ni tan siquiera la propia conciencia, habrá que pueda cuestionarlo. Cualquier gringo caería seducido.

El barroquismo del rito andino. El surrealismo de sus pasos de procesión con una virgen de carne y hueso. Un relojero que apenas parpadea más de la cuenta para no perdonar ni uno solo de los minutos. Un universo fascinante y desconocido en los ojos penetrantes del extranjero. En los de Madeinusa, ni siquiera un respiro en un ambiente claustrofóbico, enclaustrado y opresor. El gringo -en cuya camiseta cree ver su destino escrito al leer su nombre- es la puerta abierta a esa Lima que se antoja como la esperanza.

A medida que la resurrección se acerca todo se acelera. Se altera, se atropellan los pretextos y las acciones. El horror, también subterráneo, serpentea por el mismo cauce escondido que el odio. Las negativas se convierten en promesas y sobre el horizonte parecen galopar de nuevo los cascos de un corcel blanco. Pero no. Claudia Llosa tampoco quiso recuperar la tradición de los Hermanos Grimm. Dejó a Propp y a Antti Aarne en un desplante. En su cuento no había necesidad de un salvador.

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