Marlango lo ha proclamado: han descorrido las cortinas y han dejado que la luz entre en su música. El momento dulce que atraviesan personal, profesional e incluso metafísicamente les supura de tal manera que -mientras Jorge Drexler esconde a su querida Leonor y al hijo de ambos en cada uno de sus nuevos temas- la banda madrileña se ha rendido a un puñado de canciones amables. Agridulces, sentimentalmente ambiguas pero pensadas con una sonrisa de oreja a oreja. "Adiós a la oscuridad y a la nostalgia", enarbolan. Merdè!!
¿Dónde está el Marlango que debutaba en 2004 con un disco homónimo, editado por Subterfuge y que casi rozaba la perfección? Ése que tal vez era el mismo producto gafapastil de hoy pero mucho menos previsible y extendido. Aquella atmósfera oscura, pintada en blanco y negro e intuible entre el humo de un cigarro fumado por Leonor Watling. Aquella chica tímida de tez pálida que poco a poco empezó a crecerse sobre el escenario. ¡Joder! Los cuatro frikis que hemos aceptado la polivalencia del fenómeno actriz-cantante y que ya estábamos habituados a la broma sobre los susurros de Najwa Nimri necesitábamos algo como aquello. Una repentina femme fatale de ojos ahumados salida de la chistera. Quizá sin grandes dotes vocales pero con una voz perfecta -incluso falsamente cascada- para un grupo que tenía tanto de atmosférico como de envolvente. Una estética más que cuidada donde las letras se editaban con fingida máquina de escribir.
Marlango, el disco, gritaba y lloraba a partes iguales. Abría Madness y la seducción era ya casi completa. Respiraba sensualidad por los cuatro costados. Un carpe diem de locura en el que los sentidos nunca se perdían del todo. Un laberinto de confusas sensaciones. El mismo que cantaban I suggest, No use, Maybe o la increíble Enjoy the ride, lema del disco y banda sonora de su recién estrenado cabaret musical con Tom Waits como padrino.
Del otro lado quedaba la nostalgia, la espera desesperada, los miedos, la mujer del pescador de Gran Sol junto a Green on blue, Nico, My love o Every.
De acuerdo, tal vez la ya entonces bautizada como banda-de-Leonor-Watling no fuera más que un buen producto de marqueting con una cara bonita y conocida al frente. Pero ahí había sustancia, sustrato, novedad.
"El cambio ha sido natural, nunca hemos forzado la evolución", aseguran. Y es cierto. Un par de años -o menos- después, aparecía Automatic imperfection y de nuevo rendición absoluta ante el single del mismo título y la gran Shake the moon. Autómatas, un poeta en Nueva York, Lost in translation para la primera. De nuevo la femme fatale esta vez con frac gritando al satélite por un megáfono. Piano y trompeta con sordina. ¡Cómo acertó la Watling al modular la voz en esta canción! Vituperios al borde de un rascacielos contra un mundo que no acaba de funcionar, que se pierde, se confunde y se despista.
Una ola de susurros y voces recorre el álbum ahora con hilo argumental o estético más claro: Cry, I don't care. Ya no estaba la nostalgia desgarrada del debut, se había romantizado para Architecture of lies o Trains.
Y como la noche no podía ser eterna, tocó a su fin. The electrical morning la llamaron. Y la intención del disco era la misma que ejercía en su trayectoria: un amanecer que nos ha pillado a desmano y aún sin acostar. Esa extraña sensación de meterse en la cama con los primeros trinos y de ir apagando farolas de camino a casa como en una película de suspense.
En esa mañana, Leonor se descubrió despertando al lado de Jorge Drexler y se autodedicaron -además de cantar a dúo- Hold me tight. La sobredosis de romanticismo era la misma que el trance de ese vampiro musical sacado del ataúd en pleno día. Aquel camino de la felicidad con banda sonora al libro de Punset había perdido el norte de lo que había prometido ser. En Walking in Soho me bajé del carro.
Ahora resucitan con Life in the treehouse. Desde su casita en el árbol con chimenea de juguete y vistas a una pradera florida alcanzan la conversión definitiva. The long fall no es mala, pero sí previsible y monótona. La femme fatale se pasó la toallita desmaquillante y empezó a jugar con mechos de pelo entre los dedos. Del jersey frío de ángora de Suzie Marlango habíamos pasado a una Leonor Watling convertida en chica de catálogo de Mango.
Tal vez si alguien alcanzara a cerrar esas cortinas... Si tapiáramos las ventanas de su casa del árbol... Quizá entonces volverían a erigirse como los reyes de las dulces tinieblas.
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